EL DUELO DE LAS BRUJAS
Cuento de
Felipe Oliva Alicea
(para niños de mas de 10 años)
El duelo de las brujas era inevitable: una de las dos sobraba en aquel pueblo infernal en donde las habían situado por un lamentable error burocrático.
La situación era realmente enojosa. Perder el trabajo significaba quedarse en el aire o ir a dar a un pueblucho de séptima categoría en el que ninguna bruja que se respetara podía sentirse feliz. Las plazas buenas ya estaban ocupadas: habían sido otorgadas a jóvenes y prometedoras hechiceras, a las cuales había que “ayudar”, pese a no haber tenido buenos resultados académicos y estar llenos sus expedientes de señalamientos éticos que resultaban tétricos por lo mala cabeza que eran.
Para presumir de democráticos, o porque alguien lanzó una apuesta en torno a cuál sería la reacción de las sobresalientes arpías asignadas a un mismo puesto, los que dirigían el Ministerio de la Brujería acordaron que fueran ellas mismas las que decidieran quién se quedaba y quién se iba del pueblo, lo cual produjo una inconcebible crisis afectiva entre las que, hasta ese día, habían sido “abominables” amigas.
Preparadas técnica y malévolamente para enemistar a los pobladores de cualquier parte, tanto Crisálida como Agripina no se consideraban aptas para fastidiarse entre sí. De ahí que se sintieran como dos pugilistas que no saben qué hacer con sus rivales. Al menos, al principio del litigio por la plaza de Bruja Popular Desestabilizadora.
Claro está, sus compañeras del Curso Emergente de Formación de Brujas, que no las soportaban por ser brillantes, impresionantes y architramposas, no se cansaron de sacarles cuantos trapos limpios tenían, sin misericordia, inventando virtudes donde no había, para poner en tela de juicio la maldad de las mismas y hacer que sus títulos de Licenciadas en Brujología, que tanto esfuerzo y dedicación les había costado, quedaran sin efecto a los “efectos docentes e indecentes”, como si sus carreras y los corre-corre que conllevaban hubieran sido fraudulentos y, por tanto, no les sirvieran ni para empinar chiringas.
Temiendo ser desplazadas, trasladadas o traicionadas por sus “queridos jefes”, las jóvenes promesas, nada brillantes pero sí prácticas, una vez enteradas de la situación existente, se las agenciaron para alejar de ellas la posibilidad de tener que ceder sus plazas a una de las másters en cuestión, que gozaban parejamente del primer lugar en el escalafón nacional y, por tanto, tenían derecho a ser ubicadas en puestos claves, pero que no contaban con la simpatía, las caderas y la desfachatez de las “prácticas”, quienes, puestas de acuerdo, les hicieron una guerra no declarada a aquellas dos viejas espantosas que, desfasadas en el tiempo, con un tardío y molesto afán de superación, se bebían los textos de brujería como agua, y de las cuales se podía decir cualquier cosa menos que eran unas santas.
Cuento de
Felipe Oliva Alicea
(para niños de mas de 10 años)
El duelo de las brujas era inevitable: una de las dos sobraba en aquel pueblo infernal en donde las habían situado por un lamentable error burocrático.
La situación era realmente enojosa. Perder el trabajo significaba quedarse en el aire o ir a dar a un pueblucho de séptima categoría en el que ninguna bruja que se respetara podía sentirse feliz. Las plazas buenas ya estaban ocupadas: habían sido otorgadas a jóvenes y prometedoras hechiceras, a las cuales había que “ayudar”, pese a no haber tenido buenos resultados académicos y estar llenos sus expedientes de señalamientos éticos que resultaban tétricos por lo mala cabeza que eran.
Para presumir de democráticos, o porque alguien lanzó una apuesta en torno a cuál sería la reacción de las sobresalientes arpías asignadas a un mismo puesto, los que dirigían el Ministerio de la Brujería acordaron que fueran ellas mismas las que decidieran quién se quedaba y quién se iba del pueblo, lo cual produjo una inconcebible crisis afectiva entre las que, hasta ese día, habían sido “abominables” amigas.
Preparadas técnica y malévolamente para enemistar a los pobladores de cualquier parte, tanto Crisálida como Agripina no se consideraban aptas para fastidiarse entre sí. De ahí que se sintieran como dos pugilistas que no saben qué hacer con sus rivales. Al menos, al principio del litigio por la plaza de Bruja Popular Desestabilizadora.
Claro está, sus compañeras del Curso Emergente de Formación de Brujas, que no las soportaban por ser brillantes, impresionantes y architramposas, no se cansaron de sacarles cuantos trapos limpios tenían, sin misericordia, inventando virtudes donde no había, para poner en tela de juicio la maldad de las mismas y hacer que sus títulos de Licenciadas en Brujología, que tanto esfuerzo y dedicación les había costado, quedaran sin efecto a los “efectos docentes e indecentes”, como si sus carreras y los corre-corre que conllevaban hubieran sido fraudulentos y, por tanto, no les sirvieran ni para empinar chiringas.
Temiendo ser desplazadas, trasladadas o traicionadas por sus “queridos jefes”, las jóvenes promesas, nada brillantes pero sí prácticas, una vez enteradas de la situación existente, se las agenciaron para alejar de ellas la posibilidad de tener que ceder sus plazas a una de las másters en cuestión, que gozaban parejamente del primer lugar en el escalafón nacional y, por tanto, tenían derecho a ser ubicadas en puestos claves, pero que no contaban con la simpatía, las caderas y la desfachatez de las “prácticas”, quienes, puestas de acuerdo, les hicieron una guerra no declarada a aquellas dos viejas espantosas que, desfasadas en el tiempo, con un tardío y molesto afán de superación, se bebían los textos de brujería como agua, y de las cuales se podía decir cualquier cosa menos que eran unas santas.