NOTA: A manera de recordatorio y para mejor comprensión del próximo capítulo, a continuación les envío la parte final del capítulo 3.
Finalmente llegamos a Guanare, pero justamente, en la avenida que servía de entrada principal al pueblo, el maltrecho vehículo decidió… ¡no rodar más!; su cansado motor se rebeló ante el largo viaje y ante el intenso calor que a todos nos agobiaba. Fue necesario refrescarlo con un poco de agua, darle un tiempo prudencial para que se reanimara y hasta mimarlo con uno que otro “toquecito”. Después de unos minutos y quizás el oírnos a manera de súplica: “ ¡por favor…, arranca…, queremos llegar!”, hizo que se apiadara de nosotros y muy poquito a poquito, nos terminó de llevar a la casa.
Tal vez el mismo cansancio de ese interminable día, sea la causa de que en mi memoria no haya mayores recuerdos de aquellos primeros momentos vividos en Guanare; salvo el haber observado que la calle donde estaba ubicada, la que desde ahora sería “nuestra casa”, era bastante ancha y que las casas vecinas, al igual que la nuestra, no tenían segundas ni terceras plantas, pero lo que más me llamó la atención fueron sus fachadas pintadas de multicolores sumamente acentuados. Claro, mis ojos aún traían en su retina, la imagen de nuestras estrechas calles jimenatas y la blancura total de sus casas, que sin conocerlas por dentro, seguro acertábamos al pensar que la ventana más alta de su fachada, correspondía a esa “cámara”, que servía de despensa de un montón de ricos alimentos. A pesar del cansancio que sentía, me resulta imposible irme a dormir sin “revisar” todos los rincones de nuestra nueva casa; ¿mi impresión?: simplemente extraña; de una sola planta pero suficientemente amplia, de numerosas y grandes ventanas y algo que me agradó fue que la cocina tenía salida hacia un patio, cubierto éste, en gran parte, por gigantescos y frondosos samanes y caracaros (árboles autóctonos de la región llanera venezolana), los cuales bordeaban las orillas de una quebrada (se le llama así a un pequeño riachuelo), cuyo cauce corría detrás de la pared del patio. Aunque ya el sol se había ocultado, pensé que esa enorme sombra resultaría muy agradable para mitigar un poco el caluroso clima. Lo que no me imaginé fue el tremendo susto que me llevaría al día siguiente, cuando, dispuesta a disfrutar de la frondosa sombra, saliera al patio.
Pero no quiero adelantarme al tiempo. Quiero narrarles el final de ese día, porque aunque parezca increíble, es la primera vez que hablo de lo que sentí en aquella, mi primera noche guanareña:
Recuerdo que, una vez ya acostada en mi nueva cama, a pesar de cualquier posible expectativa ante mi nueva vida y ante la alegría de estar nuevamente con mi papá, me invadió una profunda tristeza, acompañada de una especie de extraño vacío, que de haberme preguntado en ese momento el por qué de tal sensación, seguramente no hubiese tenido respuesta, pero hoy creo tenerla y pienso que se debió a que fue en ese instante, cuando de alguna manera, dimensioné mi verdadera realidad. Una realidad que me hablaba de un presente en un mundo totalmente ajeno…, diferente a todo lo que yo conocía…, a lo que sentía mío; una realidad que me hacía dimensionar la enorme distancia que me separaba de mi tierra…, de mi familia…, de mis amistades.
Ni mis padres ni mis hermanas supieron nunca de mi silencioso llanto de aquella noche, mucho menos de aquella película, que sin secuencia alguna en cuanto a fechas se refiere, mi mente se empeñaba en proyectarme sus imágenes, a veces alegres, como cuando me veía disfrutando de tantas y tantas tertulias familiares..., de todos aquellos eventos y festividades, que con inmensa ilusión se esperaban y se vivían en mi querida Jimena…, de aquel compartir con mi recordada pandilla, primero, los eternos juegos infantiles y más tarde, las inocentes cuitas, propias de los hermosos y rosados sueños de la adolescencia… Sin embargo, la película repentinamente cambiaba mostrándome su otra cara, donde se veían los rostros tristes de mi familia despidiéndonos; en especial me presentaba a mi querido y silencioso abuelo materno, Manuel, cuando aquella fría mañana, finales de febrero, en su casa y al lado de su cama, nos abrazaba fuertemente y con lágrimas en los ojos, él, hombre noble, trabajador y de pocas palabras, le oí decir a mi madre: “…hija…, te estoy despidiendo en vida…” Y nada más cierto…, jamás volvimos a abrazarlo. Seguían las imágenes y ahora me proyectaba la escena donde me veía, una tarde dominguera, a las puertas del cine (en el Molino el Pan), junto a mis amigos y amigas, a los que creo nunca les manifesté, abiertamente, las inquietudes que sentía por mi ya próximo viaje a Venezuela, como tampoco les expresé el sentimiento de tristeza que me causaba la idea de no volverlos a ver más…
Mi mente continuaba proyectándome imágenes tremendamente duras…, dolorosas…, verdaderamente tristes para cualquier emigrante de aquellos años 60, cuando el viajar a otro país y más aún, cruzar el Océano, significaba enrumbarse hacia un mundo totalmente incierto, por lo desconocido que resultaba, para la mayoría de los emigrantes, las lejanas Américas. Las escenas donde el barco, lentamente, comenzaba a separarse del muelle y nos despedíamos de los familiares de Esperanza, quienes nos habían acompañado hasta Cádiz, me llegaban insistentemente, tal vez porque esas imágenes, más que ninguna otra, me hacían pensar desde mi perspectiva un poco infantil, que ni siquiera caminando o corriendo podría ya volver a mi tierra. Créanme amigos, no es tan difícil describir la escena, como lo es describir la enorme carga de emociones que vivimos en aquellos momentos; como siempre digo, cada quien, supongo, lo viviría de una manera particular, pero creo que, a excepción de mis hermanas menores, todos los demás entendíamos que, a medida que el barco se alejaba del puerto, no sólo dejábamos atrás aquellos familiares que con lágrimas en los ojos y ondulantes pañuelos en sus manos, nos decían… lo que ya no podíamos oír: “…adiós…, que Dios los acompañe…” Sabíamos muy bien que al despedirnos de éllos, también nos despedíamos, quizás para siempre, de muchísimas cosas que probablemente, en esos instantes, cada uno de nosotros las precisaban desde un ángulo totalmente personal e individual.
En mi caso y dada mi edad, yo no pensaba en aquellos momentos en la cierta estabilidad que dejábamos al abandonar nuestro pueblo, donde mi mamá, gracias a Dios y a ese empeño y tesón con que siempre ha vivido la vida, supo brindarnos con su trabajo, sino lujos, sí la seguridad de una casa y una feliz y excelente crianza. Sinceramente yo no analizaba absolutamente nada al respecto; solo sé que mi corazón lloró al sentirse profundamente triste, cuando vio que aquellas luces del puerto, se iban convirtiendo en pequeños puntitos iluminados, a medida que el mar marcaba una brecha cada vez más ancha, entre el barco y mis cosas amadas…, mis seres queridos…, mis primaverales sueños…, simplemente mi corazón sintió que…atrás quedaba una hermosa parte de mi vida…
Estoy segura que el contenido de todas estas imágenes, fue la causa de mi silencioso llanto en aquella, mi primera noche en Guanare. Sin embargo, traté de animarme y pensé que quizás con el día las cosas se vieran diferentes; por otra parte, la idea de que al día siguiente nos encontraríamos con nuestros paisanos, los Molina, hizo que, finalmente, lograra conciliar el sueño.
Finalmente llegamos a Guanare, pero justamente, en la avenida que servía de entrada principal al pueblo, el maltrecho vehículo decidió… ¡no rodar más!; su cansado motor se rebeló ante el largo viaje y ante el intenso calor que a todos nos agobiaba. Fue necesario refrescarlo con un poco de agua, darle un tiempo prudencial para que se reanimara y hasta mimarlo con uno que otro “toquecito”. Después de unos minutos y quizás el oírnos a manera de súplica: “ ¡por favor…, arranca…, queremos llegar!”, hizo que se apiadara de nosotros y muy poquito a poquito, nos terminó de llevar a la casa.
Tal vez el mismo cansancio de ese interminable día, sea la causa de que en mi memoria no haya mayores recuerdos de aquellos primeros momentos vividos en Guanare; salvo el haber observado que la calle donde estaba ubicada, la que desde ahora sería “nuestra casa”, era bastante ancha y que las casas vecinas, al igual que la nuestra, no tenían segundas ni terceras plantas, pero lo que más me llamó la atención fueron sus fachadas pintadas de multicolores sumamente acentuados. Claro, mis ojos aún traían en su retina, la imagen de nuestras estrechas calles jimenatas y la blancura total de sus casas, que sin conocerlas por dentro, seguro acertábamos al pensar que la ventana más alta de su fachada, correspondía a esa “cámara”, que servía de despensa de un montón de ricos alimentos. A pesar del cansancio que sentía, me resulta imposible irme a dormir sin “revisar” todos los rincones de nuestra nueva casa; ¿mi impresión?: simplemente extraña; de una sola planta pero suficientemente amplia, de numerosas y grandes ventanas y algo que me agradó fue que la cocina tenía salida hacia un patio, cubierto éste, en gran parte, por gigantescos y frondosos samanes y caracaros (árboles autóctonos de la región llanera venezolana), los cuales bordeaban las orillas de una quebrada (se le llama así a un pequeño riachuelo), cuyo cauce corría detrás de la pared del patio. Aunque ya el sol se había ocultado, pensé que esa enorme sombra resultaría muy agradable para mitigar un poco el caluroso clima. Lo que no me imaginé fue el tremendo susto que me llevaría al día siguiente, cuando, dispuesta a disfrutar de la frondosa sombra, saliera al patio.
Pero no quiero adelantarme al tiempo. Quiero narrarles el final de ese día, porque aunque parezca increíble, es la primera vez que hablo de lo que sentí en aquella, mi primera noche guanareña:
Recuerdo que, una vez ya acostada en mi nueva cama, a pesar de cualquier posible expectativa ante mi nueva vida y ante la alegría de estar nuevamente con mi papá, me invadió una profunda tristeza, acompañada de una especie de extraño vacío, que de haberme preguntado en ese momento el por qué de tal sensación, seguramente no hubiese tenido respuesta, pero hoy creo tenerla y pienso que se debió a que fue en ese instante, cuando de alguna manera, dimensioné mi verdadera realidad. Una realidad que me hablaba de un presente en un mundo totalmente ajeno…, diferente a todo lo que yo conocía…, a lo que sentía mío; una realidad que me hacía dimensionar la enorme distancia que me separaba de mi tierra…, de mi familia…, de mis amistades.
Ni mis padres ni mis hermanas supieron nunca de mi silencioso llanto de aquella noche, mucho menos de aquella película, que sin secuencia alguna en cuanto a fechas se refiere, mi mente se empeñaba en proyectarme sus imágenes, a veces alegres, como cuando me veía disfrutando de tantas y tantas tertulias familiares..., de todos aquellos eventos y festividades, que con inmensa ilusión se esperaban y se vivían en mi querida Jimena…, de aquel compartir con mi recordada pandilla, primero, los eternos juegos infantiles y más tarde, las inocentes cuitas, propias de los hermosos y rosados sueños de la adolescencia… Sin embargo, la película repentinamente cambiaba mostrándome su otra cara, donde se veían los rostros tristes de mi familia despidiéndonos; en especial me presentaba a mi querido y silencioso abuelo materno, Manuel, cuando aquella fría mañana, finales de febrero, en su casa y al lado de su cama, nos abrazaba fuertemente y con lágrimas en los ojos, él, hombre noble, trabajador y de pocas palabras, le oí decir a mi madre: “…hija…, te estoy despidiendo en vida…” Y nada más cierto…, jamás volvimos a abrazarlo. Seguían las imágenes y ahora me proyectaba la escena donde me veía, una tarde dominguera, a las puertas del cine (en el Molino el Pan), junto a mis amigos y amigas, a los que creo nunca les manifesté, abiertamente, las inquietudes que sentía por mi ya próximo viaje a Venezuela, como tampoco les expresé el sentimiento de tristeza que me causaba la idea de no volverlos a ver más…
Mi mente continuaba proyectándome imágenes tremendamente duras…, dolorosas…, verdaderamente tristes para cualquier emigrante de aquellos años 60, cuando el viajar a otro país y más aún, cruzar el Océano, significaba enrumbarse hacia un mundo totalmente incierto, por lo desconocido que resultaba, para la mayoría de los emigrantes, las lejanas Américas. Las escenas donde el barco, lentamente, comenzaba a separarse del muelle y nos despedíamos de los familiares de Esperanza, quienes nos habían acompañado hasta Cádiz, me llegaban insistentemente, tal vez porque esas imágenes, más que ninguna otra, me hacían pensar desde mi perspectiva un poco infantil, que ni siquiera caminando o corriendo podría ya volver a mi tierra. Créanme amigos, no es tan difícil describir la escena, como lo es describir la enorme carga de emociones que vivimos en aquellos momentos; como siempre digo, cada quien, supongo, lo viviría de una manera particular, pero creo que, a excepción de mis hermanas menores, todos los demás entendíamos que, a medida que el barco se alejaba del puerto, no sólo dejábamos atrás aquellos familiares que con lágrimas en los ojos y ondulantes pañuelos en sus manos, nos decían… lo que ya no podíamos oír: “…adiós…, que Dios los acompañe…” Sabíamos muy bien que al despedirnos de éllos, también nos despedíamos, quizás para siempre, de muchísimas cosas que probablemente, en esos instantes, cada uno de nosotros las precisaban desde un ángulo totalmente personal e individual.
En mi caso y dada mi edad, yo no pensaba en aquellos momentos en la cierta estabilidad que dejábamos al abandonar nuestro pueblo, donde mi mamá, gracias a Dios y a ese empeño y tesón con que siempre ha vivido la vida, supo brindarnos con su trabajo, sino lujos, sí la seguridad de una casa y una feliz y excelente crianza. Sinceramente yo no analizaba absolutamente nada al respecto; solo sé que mi corazón lloró al sentirse profundamente triste, cuando vio que aquellas luces del puerto, se iban convirtiendo en pequeños puntitos iluminados, a medida que el mar marcaba una brecha cada vez más ancha, entre el barco y mis cosas amadas…, mis seres queridos…, mis primaverales sueños…, simplemente mi corazón sintió que…atrás quedaba una hermosa parte de mi vida…
Estoy segura que el contenido de todas estas imágenes, fue la causa de mi silencioso llanto en aquella, mi primera noche en Guanare. Sin embargo, traté de animarme y pensé que quizás con el día las cosas se vieran diferentes; por otra parte, la idea de que al día siguiente nos encontraríamos con nuestros paisanos, los Molina, hizo que, finalmente, lograra conciliar el sueño.
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