Un día de Guardia en San Juan de Dios, CASTILLO DE LOCUBIN

Gentileza de María Isabel Contreras Castillo, una gran mujer.

AL LECTOR.

Acaso la mayor dificultad con que he luchado hasta poder ofrecer este trabajo es la de clasificarle y darle nombre. No debe llamarse libro; es de linaje más modesto, de condición más humilde, de indumentaria más pobre. No me atrevo a llamarle folleto: si así le llamase, el marco desdeciría del cuadro. Tampoco opúsculo; digan lo que quieran los retóricos, el nombre hace a la cosa y el nombre de opúsculo es impropio de esta miniatura: es una molécula, un átomo de algo grande, y un átomo de algo grande, en ciencia o en arte, no es más que un boceto, y a los bocetos les corresponde por derecho propio el nombre de ensayos.
Pero si ya está clasificado como ensayo, aún no está bautizado, y al intentar darle nombre genérico, nombre particular, vuelvo a encontrarme perplejo. ¿Cuál es el móvil que me impulsa a dar a la estampa estas impresiones mal expuestas y bien sentidas? Más o menos lógica, más o menos fundada, todo tiene su razón de ser. Confieso francamente mi creencia de que en esta torpe exposición, hay asunto del que cerebros mejor organizados pueden sacar las primeras materias para algo útil y bueno, y esto en parte justifica su nacimiento. Pero por ser desgraciado lo es hasta en eso: no tiene padre conocido; el acaso tropezó cierto día con la curiosidad y uno y otra lo engendraron. Dirás, lector querido, que “de tal palo tan astilla”, o de que “de tales padres tales hijos”; pero cátate que una palabra me hace en este momento pensar en un hombre, que de tener alma tan grande como de sus escritos se desprende, me recibirá, aunque no me conoce, me atenderá y ¡quién sabe si patrocinará a este mi pobre expósito!... Pero a todo esto, sigo divagando sin decir de una vez el nombre con que oficialmente se ha de llamar este engendro, y quiero terminar de molestarte: Un día de guardia en el Hospital de San Juan de Dios me produjo estas impresiones; así es que bien puede aceptarse como título o nombre que nada prejuzga, el de Un día de guardia en San Juan de Dios.
Tal ve- y este es mi temor-, después de leído, digas que en todo ello no se ve otra cosa que una simple descripción o una manera como otra cualquiera de pasar el tiempo durante la guardia; pero insisto en mi creencia de que si mi falta de arte me hace servirte agua clara, en vez de sabroso licor, en esa agua el buen químico encuentra oxígeno, el mecánico fuerza, el electricista luz, etc.,
¡San Juan de Dios! ¡Escuela de útiles enseñanzas! ¡Sepulcro de ángeles que caminaron a ciegas y sin defensa, dejándose desvalijar de su virginidad y de su inocencia! ¡Montón de carne podrida! ¡Sudario de muchas infelices! ¡Libro abierto constantemente a pensadores y moralistas!
Convengo en que hay seres que vienen al mundo con malos instintos; que aunque están en minoría, no es su número tan reducido como fuera de desear. La falta de buen sentido, la despreocupación del mal ajeno, la esperanza en la buena suerte, la ignorancia de los sufrimientos físicos y morales que el hospital encierra, la confianza en que jamás han de sentir en propio cuerpo los dolores ajenos, son los atributos que, con el afán del lujo, dirige a esa minoría que más o menos aceleradamente va, por sus pasos contados, al fin para que nacieron. Pero convengamos, sin dudas por tu parte- que en esto no las tengo-, en que hay mujeres desgraciadas que están indebidamente en el mismo sitio que las anteriores y que son débil gota de agua en una rama- la más débil, la más pobre-, del gran árbol de la sociedad, y a las cuales les cuadra aquello de que

“si la rama es sacudida,
en la gota podrás ver
que es perla antes de caer,
fango después de caída”;

mujeres que no quisieron ir; mujeres que no fueron, sino que las llevaron, y que cuando se han fugado y han querido trabajar y vivir honradamente, han sido capturadas o han tenido que refugiarse de nuevo en su odiosa guarida, escarnecidas y ultrajadas por esa misma sociedad al que se vendió a España por cincuenta duros, para que comiera su madre mientras él andaba a tiros en Cuba, defendiendo la patria, y respeta y agasaja al que se vende a una mujer de más o menos historia por unos cuantos miles de pesetas.
Esas infelices son las que reclaman, en nombre de todo lo que signifique dignidad, el que nadie se aproveche de su miseria para pisotearlas y escupirlas.
Y donde se ven más víctimas de este crimen es en el Hospital de San Juan de Dios, en el cual te invito a que entres conmigo, ya que solo no te dejan, seguro de que si por la calidad del cicerone no te deleitas, por tu buen sentido puedes adquirir los datos necesarios para algo que haría si supiera,

EL AUTOR.

Madrid, marzo 1900.