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PEDRO MARTINEZ: No teníamos mucho. No había celulares que se robaran...

No teníamos mucho. No había celulares que se robaran horas de vida. No había internet para pasar la noche entera deslizando la pantalla. No había estantes llenos de juguetes ni gadgets brillosos.
Pero, aun así, lo teníamos todo.
Teníamos la calle y el barrio, donde los vecinos se sentaban a platicar hasta que salían las estrellas. Teníamos bicicletas que nos llevaban por toda la colonia, hasta que las farolas avisaban que ya era hora de volver a casa. Teníamos comidas familiares donde no cabía una silla más en la mesa y nadie miraba un teléfono… porque simplemente no existían.
Nuestros padres trabajaban con las manos: duro, hasta el cansancio. No siempre decían “te quiero”, pero lo sentíamos en cada plato caliente, en la ropa limpia, en la luz encendida que nos esperaba en la ventana cuando regresábamos tarde.
Somos la generación de las puertas sin llave y de la confianza entre la gente. Escribíamos cartas a mano, juntábamos monedas en una alcancía y arreglábamos lo que se rompía, en vez de tirarlo.
No medíamos la felicidad por lo que teníamos. La medíamos por los momentos vividos.
Y hoy, que ya somos adultos y el tiempo se nos va volando, entendemos que esos días no van a volver. El mundo cambió: es más ruidoso, más rápido, más dividido. Pero las lecciones se quedaron.
Sabemos que la alegría nace de lo sencillo. Que la familia vale más que cualquier cosa. Que el amor no está en las palabras grandes, sino en los pequeños gestos de todos los días, esos que casi nadie ve, pero que sostienen la vida.
Tal vez no tuvimos mucho.
Pero tuvimos todo lo que de verdad importa.
Y quizá eso —esa riqueza humana, cercana y sincera
— es justo lo que más le hace falta hoy a nuestro mundo.