En un barrio humilde de Durban, al sur de África, vivía Jabari, un electricista jubilado de 72 años que pasaba desapercibido para casi todos.
Era un hombre delgado, de sonrisa tranquila y manos temblorosas, pero con una costumbre peculiar: cada tarde, cuando el sol empezaba a bajar, encendía una pequeña lámpara de aceite frente a su casa.
Siempre la misma lámpara.
Siempre en el mismo lugar.
Siempre a la misma hora.
Los vecinos decían que era una superstición.
Otros, que le gustaba “decorar la calle”.
Pero nadie preguntaba en serio.
Hasta que un día, Nuru, una niña de diez años que vivía al final de la calle, decidió acercarse.
— ¿Por qué la enciendes todos los días, abuelo Jabari? —preguntó con su curiosidad habitual.
Él la miró con ternura.
La niña era la única que se detenía a saludarlo, la única que lo escuchaba sin prisa.
—Porque hubo un tiempo en que fallé una luz que sí importaba —respondió.
Nuru frunció el ceño.
— ¿Una luz?
Jabari asintió y señaló su pecho.
—Aquí.
La niña se sentó a su lado.
Él suspiró.
Había guardado aquella historia durante más de cuarenta años.
—Cuando era joven trabajaba reparando postes de electricidad. Tenía un hijo, se llamaba Tumelo. Cada noche yo llegaba cansado, siempre diciendo “mañana juego contigo, hijo”. Y mañana. Y mañana. Y mañana. Hasta que ya no hubo más mañanas.
Nuru dejó de moverse.
Jabari continuó, con los ojos brillando:
—Un día hubo un apagón grande en la ciudad. Yo tenía que salir a repararlo. Tumelo quería que me quedara… solo un rato. Solo diez minutos. Y yo no lo hice. “La luz de la ciudad es más importante”, le dije.
Cuando regresé… había tenido una crisis asmática mientras dormía. Nadie lo notó a tiempo. Nadie.
La voz se le quebró.
—Mi hijo se apagó esa noche —susurró—. Y la luz que yo salí a arreglar… ni siquiera servía para su casa.
Nuru respiró hondo, con los ojos llenos de lágrimas.
— ¿Y la lámpara…?
Jabari acarició la base de metal, gastada por los años.
—Se la hice a Tumelo cuando cumplió cinco. Le encantaba verla encendida. Y cuando murió, entendí algo: no se puede volver atrás… pero sí se puede cuidar la luz de otros, incluso cuando ya no queda la tuya.
La niña tomó su mano con delicadeza.
—Pero tú sí tienes luz, abuelo.
Jabari sonrió, con una ternura que dolía.
—La tuya me la prestas tú cada día que vienes a preguntar. Eso basta.
Ese mismo invierno, una tormenta fuerte dejó la calle completamente a oscuras.
Los vecinos estaban inquietos.
Los niños lloraban.
El viento rugía.
Y entonces, desde la casa de Jabari, empezó a brillar la pequeña lámpara de aceite.
No alumbraba mucho.
Pero su luz era como una mano tendida en la noche.
Los vecinos salieron poco a poco, acercándose al portal del viejo electricista.
Se sentaron alrededor de la lámpara, como si aquel pequeño fuego les diera algo más que claridad: les daba calma.
Nuru se sentó junto a él y apoyó su cabeza en su hombro.
—Hoy también cuidas las luces de todos… ¿verdad?
—Sí —respondió él—. Porque no pude cuidar la que más amaba. Pero puedo cuidar estas.
La tormenta siguió.
La noche siguió.
Pero nadie se sintió solo.
A la mañana siguiente, cuando la electricidad volvió, los vecinos encontraron una nota pegada en la puerta de Jabari:
“Gracias por dejarme iluminaros un rato.
Mi luz se va con mi hijo.
Pero la vuestra… seguirá.
Cuidadla.”
Jabari había fallecido mientras dormía.
La lámpara seguía encendida.
Nadie la apagó durante una semana.
Desde entonces, cada atardecer, alguien del barrio la enciende.
Porque descubrieron que la luz más valiosa no viene de los cables…
sino de un corazón que nunca dejó de intentar alumbrar.
Era un hombre delgado, de sonrisa tranquila y manos temblorosas, pero con una costumbre peculiar: cada tarde, cuando el sol empezaba a bajar, encendía una pequeña lámpara de aceite frente a su casa.
Siempre la misma lámpara.
Siempre en el mismo lugar.
Siempre a la misma hora.
Los vecinos decían que era una superstición.
Otros, que le gustaba “decorar la calle”.
Pero nadie preguntaba en serio.
Hasta que un día, Nuru, una niña de diez años que vivía al final de la calle, decidió acercarse.
— ¿Por qué la enciendes todos los días, abuelo Jabari? —preguntó con su curiosidad habitual.
Él la miró con ternura.
La niña era la única que se detenía a saludarlo, la única que lo escuchaba sin prisa.
—Porque hubo un tiempo en que fallé una luz que sí importaba —respondió.
Nuru frunció el ceño.
— ¿Una luz?
Jabari asintió y señaló su pecho.
—Aquí.
La niña se sentó a su lado.
Él suspiró.
Había guardado aquella historia durante más de cuarenta años.
—Cuando era joven trabajaba reparando postes de electricidad. Tenía un hijo, se llamaba Tumelo. Cada noche yo llegaba cansado, siempre diciendo “mañana juego contigo, hijo”. Y mañana. Y mañana. Y mañana. Hasta que ya no hubo más mañanas.
Nuru dejó de moverse.
Jabari continuó, con los ojos brillando:
—Un día hubo un apagón grande en la ciudad. Yo tenía que salir a repararlo. Tumelo quería que me quedara… solo un rato. Solo diez minutos. Y yo no lo hice. “La luz de la ciudad es más importante”, le dije.
Cuando regresé… había tenido una crisis asmática mientras dormía. Nadie lo notó a tiempo. Nadie.
La voz se le quebró.
—Mi hijo se apagó esa noche —susurró—. Y la luz que yo salí a arreglar… ni siquiera servía para su casa.
Nuru respiró hondo, con los ojos llenos de lágrimas.
— ¿Y la lámpara…?
Jabari acarició la base de metal, gastada por los años.
—Se la hice a Tumelo cuando cumplió cinco. Le encantaba verla encendida. Y cuando murió, entendí algo: no se puede volver atrás… pero sí se puede cuidar la luz de otros, incluso cuando ya no queda la tuya.
La niña tomó su mano con delicadeza.
—Pero tú sí tienes luz, abuelo.
Jabari sonrió, con una ternura que dolía.
—La tuya me la prestas tú cada día que vienes a preguntar. Eso basta.
Ese mismo invierno, una tormenta fuerte dejó la calle completamente a oscuras.
Los vecinos estaban inquietos.
Los niños lloraban.
El viento rugía.
Y entonces, desde la casa de Jabari, empezó a brillar la pequeña lámpara de aceite.
No alumbraba mucho.
Pero su luz era como una mano tendida en la noche.
Los vecinos salieron poco a poco, acercándose al portal del viejo electricista.
Se sentaron alrededor de la lámpara, como si aquel pequeño fuego les diera algo más que claridad: les daba calma.
Nuru se sentó junto a él y apoyó su cabeza en su hombro.
—Hoy también cuidas las luces de todos… ¿verdad?
—Sí —respondió él—. Porque no pude cuidar la que más amaba. Pero puedo cuidar estas.
La tormenta siguió.
La noche siguió.
Pero nadie se sintió solo.
A la mañana siguiente, cuando la electricidad volvió, los vecinos encontraron una nota pegada en la puerta de Jabari:
“Gracias por dejarme iluminaros un rato.
Mi luz se va con mi hijo.
Pero la vuestra… seguirá.
Cuidadla.”
Jabari había fallecido mientras dormía.
La lámpara seguía encendida.
Nadie la apagó durante una semana.
Desde entonces, cada atardecer, alguien del barrio la enciende.
Porque descubrieron que la luz más valiosa no viene de los cables…
sino de un corazón que nunca dejó de intentar alumbrar.