La primera vez que escuché su voz, fue para decirme que me perdonaba.
Y no supe qué responder.
Se llama Karim. Fuimos inseparables durante la adolescencia. Vivíamos a dos casas de distancia, compartíamos los mismos gustos musicales, las mismas derrotas amorosas, y ese tipo de lealtad que se jura sin palabras cuando eres joven y piensas que la vida siempre va a ser así.
Pero a los diecisiete, todo se rompió.
Yo cometí un error. Uno grande.
Me enamoré de la chica que él amaba en silencio desde hacía años. Lo supe, claro que lo supe. Y aún así me dejé llevar.
Ella y yo salimos un par de meses. No fue serio, ni largo. Pero bastó para que él no me hablara nunca más.
Durante años pensé en escribirle. En buscarlo. En explicarle que no fue para hacerle daño. Que era solo esa torpeza con la que a veces vivimos, sin medir lo que dejamos roto detrás.
Pero nunca lo hice.
Y luego la vida… hizo lo suyo. Me mudé. Trabajé. Tuve una hija. Me casé. Me divorcié. Tuve pérdidas. Alegrías. Y muchas veces, lo soñé.
Lo soñaba igual que antes, sentados frente a la tienda de don Ismael, tomando gaseosa y planeando estupideces.
Hasta que una tarde de octubre, hace apenas unos meses, mi teléfono sonó. Número desconocido. Voz temblorosa.
— ¿Julián?
—Sí… ¿quién habla?
—Soy Karim.
El mundo se me detuvo.
Me dijo que estaba en el hospital. Que había pasado por un susto fuerte. Que mientras lo estabilizaban, había pensado en mí.
—Tantas cosas han pasado… —dijo— pero te seguía extrañando.
Le pedí perdón con la voz quebrada.
Él se rió.
—Tú y yo éramos hermanos, Julián. No merecía que te perdiera por algo así. Lo entendí con los años. Tú también eras un niño. Los niños cometen errores.
Nos vimos dos semanas después. Estaba más delgado, con el cabello completamente blanco. Pero su mirada… era la misma.
Me presentó a su hija. Yo a la mía. Ellas se cayeron bien. Y ese día, por primera vez en veinte años, nos reímos como si nada hubiese pasado.
Y entendí algo que nunca me enseñaron:
No siempre tienes otra oportunidad. No siempre el daño se repara. No siempre la vida da un segundo acto.
Pero a veces sí.
A veces la redención llega con una llamada inesperada. A veces, la amistad que parecía muerta, solo estaba dormida.
Y a veces… no hay que entenderlo todo. Solo vivirlo
Y no supe qué responder.
Se llama Karim. Fuimos inseparables durante la adolescencia. Vivíamos a dos casas de distancia, compartíamos los mismos gustos musicales, las mismas derrotas amorosas, y ese tipo de lealtad que se jura sin palabras cuando eres joven y piensas que la vida siempre va a ser así.
Pero a los diecisiete, todo se rompió.
Yo cometí un error. Uno grande.
Me enamoré de la chica que él amaba en silencio desde hacía años. Lo supe, claro que lo supe. Y aún así me dejé llevar.
Ella y yo salimos un par de meses. No fue serio, ni largo. Pero bastó para que él no me hablara nunca más.
Durante años pensé en escribirle. En buscarlo. En explicarle que no fue para hacerle daño. Que era solo esa torpeza con la que a veces vivimos, sin medir lo que dejamos roto detrás.
Pero nunca lo hice.
Y luego la vida… hizo lo suyo. Me mudé. Trabajé. Tuve una hija. Me casé. Me divorcié. Tuve pérdidas. Alegrías. Y muchas veces, lo soñé.
Lo soñaba igual que antes, sentados frente a la tienda de don Ismael, tomando gaseosa y planeando estupideces.
Hasta que una tarde de octubre, hace apenas unos meses, mi teléfono sonó. Número desconocido. Voz temblorosa.
— ¿Julián?
—Sí… ¿quién habla?
—Soy Karim.
El mundo se me detuvo.
Me dijo que estaba en el hospital. Que había pasado por un susto fuerte. Que mientras lo estabilizaban, había pensado en mí.
—Tantas cosas han pasado… —dijo— pero te seguía extrañando.
Le pedí perdón con la voz quebrada.
Él se rió.
—Tú y yo éramos hermanos, Julián. No merecía que te perdiera por algo así. Lo entendí con los años. Tú también eras un niño. Los niños cometen errores.
Nos vimos dos semanas después. Estaba más delgado, con el cabello completamente blanco. Pero su mirada… era la misma.
Me presentó a su hija. Yo a la mía. Ellas se cayeron bien. Y ese día, por primera vez en veinte años, nos reímos como si nada hubiese pasado.
Y entendí algo que nunca me enseñaron:
No siempre tienes otra oportunidad. No siempre el daño se repara. No siempre la vida da un segundo acto.
Pero a veces sí.
A veces la redención llega con una llamada inesperada. A veces, la amistad que parecía muerta, solo estaba dormida.
Y a veces… no hay que entenderlo todo. Solo vivirlo