Compramos energía a futuro

PEDRO MARTINEZ: Un poco largo pero bonito...

Un poco largo pero bonito

— Disculpe… ¿a dónde me lleva? — preguntó la mujer en voz baja, mirando con desconcierto por la ventana del coche.
— Señora Marcela, hemos llegado. Este es el hogar de ancianos “Santa Ana”. A partir de hoy, usted vivirá aquí.
— ¿Cómo que… viviré aquí? — su voz tembló. — ¿Y mi hija? ¿No viene?
— Dijo que la llamará, — respondió el conductor mientras dejaba una pequeña maleta en la acera: un suéter, un cepillo, una vieja fotografía.
— Le deseo mucha salud, señora Marcela. Aquí estará bien.
El coche se alejó.
Marcela se quedó sola, con el viento frío acariciando sus mejillas húmedas.
En la puerta, una mujer con bata azul la esperaba.
— Bienvenida, señora Marcela. Soy Nicoleta, la enfermera. Venga, le mostraré su habitación.
— ¿Habitación? Yo tenía una casa… un jardín… y flores
— Aquí también tendrá flores, ya lo verá, — dijo Nicoleta con dulzura.
La habitación era pequeña pero limpia. En la otra cama dormía una anciana.
— Se llama tía Ileana, — explicó la enfermera. — Habla poco.
— No importa, — sonrió Marcela. — Yo siempre hablo por dos.
Los días pasaban lentamente.
Los residentes eran callados, cansados, cada uno atrapado en sus recuerdos.
Algunos esperaban visitas que nunca llegaban, otros vivían de sus memorias.
Pero Marcela no sabía quedarse quieta.
Una mañana pidió una pala.
— ¿Qué quiere hacer, señora Marcela? — preguntó el guardia.
— Quiero plantar flores. No puedo vivir entre paredes sin tocar la tierra.
Y plantó — menta, albahaca y caléndulas.
— Aquí crecerá nuestra primavera, — dijo a las demás. — Si no tenemos a quién esperar, al menos esperemos a que florezca algo.
Semanas después, el patio olía a vida.
Un día, tía Ileana susurró:
— Huele a infancia…
— Sí, querida. A infancia y a Dios, — respondió Marcela con ternura.
Desde entonces, Ileana volvió a hablar.
Luego, Marcela fue a ver a la directora.
— Permítanos crear un pequeño taller de costura y recuerdos. Cada persona tiene una historia. Si no la contamos, muere con nosotros.
La directora sonrió.
— Está bien, señora Marcela. Si logra convencer a los demás, le traeré materiales.
Y lo logró.
En pocos días, la sala se llenó de risas, hilos de colores y voces.
— ¡Yo fui modista en Iași! — decía una.
— ¡Y yo cosía ropa para artistas! — añadía otra.
Marcela reía:
— ¿Ven? Aún estamos vivas. Tenemos manos, tenemos corazón. Solo nos faltaba ilusión.
Llegó la verdadera primavera.
El hogar cambió: flores por todas partes, paredes pintadas, gente sonriente.
En la puerta colgaba un poema de Marcela:
“No importa dónde esté tu casa,
lo que importa es tener a alguien que te escuche,
y un pedacito de cielo bajo el cual decir ‘gracias’.”
Un domingo, un coche elegante se detuvo frente a la puerta.
De él bajó una mujer joven y elegante.
— Busco a mi madre. Marcela Ioniță.
Marcela estaba en el jardín, regando las flores.
— Irina…
— Mamá… he venido a llevarte a casa.
— ¿A casa? — sonrió. — Ya estoy en casa.
— Mamá, perdóname… creí que hacía lo correcto.
— Hiciste lo que sabías, hija mía. Pero mira a estas personas: nadie más viene a verlas. Si me voy, ¿quién les contará una historia? ¿Quién regará sus flores?
— Pero no tienes obligación de cuidarlas, mamá.
— El amor nunca es una obligación, Irina. Es un regalo.
Irina miró alrededor: rostros tranquilos, flores, paz.
— Es hermoso aquí, mamá.
— Sí. Pero ¿sabes qué es lo más hermoso? Pensé que mi vida había terminado… y apenas comenzaba.
Desde ese día, Irina venía todos los fines de semana.
Traía dulces, frutas, libros.
Marcela la presentaba con orgullo:
— Esta es mi hija. Ella me enseñó que no hay que enojarse con quienes te dejaron sola. Solo hay que mostrarles que aún puedes ser feliz.
Con el tiempo, la directora le dijo:
— Señora Marcela, todos la quieren. Queremos que sea la coordinadora de actividades.
— ¿Yo? ¿A los setenta y tres años? — rió.
— Sí. Usted es el alma de este lugar.
Así se convirtió en “Doña Marcela” — la mujer que sembraba esperanza.
Escribía poemas, preparaba té de menta, organizaba noches de canto.
— ¿De dónde saca tanta fuerza? — le preguntó Nicoleta.
— De las lágrimas que ya no quise llorar. Las convertí en sonrisas.
Tres años después, el hogar “Santa Ana” ya no era un lugar de soledad, sino un lugar lleno de vida.
Los periódicos escribían: “Los ancianos que renacieron gracias a una mujer sencilla.”
Marcela recibió un reconocimiento del ayuntamiento.
Al subir al escenario, dijo solo:
— Gracias. El mayor premio es saber que aún tienes un propósito. La felicidad no se va con la juventud, se va cuando dejas de amar.
Una mañana, Marcela se fue en silencio, mientras dormía.
En la mesita, un papelito:
“No lloren.
Solo fui a regar las flores del otro lado.
Cuídense unos a otros.
El amor nunca se jubila.”
Irina encontró la nota y lloró — no de tristeza, sino de gratitud.
Siguió el camino de su madre: visitaba, ayudaba, traía flores, contaba historias.
Y así, una mujer sencilla y olvidada se convirtió en el comienzo de una nueva vida para muchas almas.
Porque a veces no hace falta cambiar el mundo entero.
Basta con regar una flor.
Y un corazón.