ROQUE, EL TONTILLO DEL PUEBLO
En el pueblo de Valdemar, todos conocían a Roque.
Caminaba despacio, arrastrando los pies, siempre con el sombrero ladeado y una sonrisa simple.
Recogía leña, barría por unas monedas, y saludaba a todos con el mismo entusiasmo, incluso si nadie le devolvía el gesto.
— ¡Eh, Roque! —gritaban desde la terraza del bar algunos hombres al verlo pasar—. ¡Ven a elegir tu premio de hoy!
Roque se acercaba despacio, con su andar torpe, y ellos le ponían dos monedas sobre la mesa: una grande y dorada de 400 reales, y otra más pequeña, opaca, de 2000 reales.
—A ver, Roquito… ¿cuál eliges hoy?
Sin dudar, Roque sonreía y señalaba la moneda grande.
—Ésta, señor.
Los hombres estallaban en carcajadas.
— ¡Ay, Roque, Roque! ¡No hay remedio contigo!
Él recogía la moneda, daba las gracias con una pequeña reverencia y se iba en silencio.
Esto se repitió durante años.
Los niños lo imitaban. Los adultos lo compadecían.
Y todos lo veían como una especie de bufón amable.
Hasta que un día, Marcos —un joven maestro recién llegado al pueblo— presenció la escena.
Cuando Roque salió del bar, lo alcanzó en la plaza.
—Roque, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro, joven —respondió él, sin dejar de mirar su moneda.
— ¿Tú sabes que esa moneda vale menos que la otra, verdad?
Roque levantó los ojos. Su voz fue baja, pero firme.
—Lo sé.
Marcos se quedó en silencio.
Roque, con calma, continuó:
—Si elijo la pequeña, el juego se acaba. Nadie me volverá a llamar.
— ¿Entonces… lo haces a propósito?
—No soy tonto, maestro —dijo, mientras guardaba la moneda en un pañuelo arrugado—. Sólo soy paciente.
Marcos no supo qué responder.
— ¿Y no te molesta que se rían?
Roque lo miró con ternura, como si ya hubiera escuchado esa pregunta muchas veces.
— ¿Usted ha visto cómo se ríen? Se olvidan del trabajo, de las peleas, del mal día… Yo les doy una excusa para reír, y ellos me dan de comer.
—Pero no se ríen contigo, se ríen de ti.
Roque sonrió.
—Eso lo decide uno. Yo elijo pensar que les hago bien. Y mientras me llamen, comeré caliente.
El maestro lo observó alejarse, y por primera vez lo vio caminar con dignidad, no con torpeza.
Como quien lleva un secreto que nadie más comprende.
Con los años, el bar cerró, la gente cambió… y Roque envejeció.
Cuando murió, en su sombrero encontraron más de cuarenta pañuelos llenos de monedas grandes.
Y una nota escrita con letra temblorosa:
“No es tan difícil vivir bien, si no te importa parecer menos listo.”
La verdadera sabiduría no necesita demostrar nada.
Roque no fue el tonto del pueblo…
Fue su espejo más honesto.
En el pueblo de Valdemar, todos conocían a Roque.
Caminaba despacio, arrastrando los pies, siempre con el sombrero ladeado y una sonrisa simple.
Recogía leña, barría por unas monedas, y saludaba a todos con el mismo entusiasmo, incluso si nadie le devolvía el gesto.
— ¡Eh, Roque! —gritaban desde la terraza del bar algunos hombres al verlo pasar—. ¡Ven a elegir tu premio de hoy!
Roque se acercaba despacio, con su andar torpe, y ellos le ponían dos monedas sobre la mesa: una grande y dorada de 400 reales, y otra más pequeña, opaca, de 2000 reales.
—A ver, Roquito… ¿cuál eliges hoy?
Sin dudar, Roque sonreía y señalaba la moneda grande.
—Ésta, señor.
Los hombres estallaban en carcajadas.
— ¡Ay, Roque, Roque! ¡No hay remedio contigo!
Él recogía la moneda, daba las gracias con una pequeña reverencia y se iba en silencio.
Esto se repitió durante años.
Los niños lo imitaban. Los adultos lo compadecían.
Y todos lo veían como una especie de bufón amable.
Hasta que un día, Marcos —un joven maestro recién llegado al pueblo— presenció la escena.
Cuando Roque salió del bar, lo alcanzó en la plaza.
—Roque, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro, joven —respondió él, sin dejar de mirar su moneda.
— ¿Tú sabes que esa moneda vale menos que la otra, verdad?
Roque levantó los ojos. Su voz fue baja, pero firme.
—Lo sé.
Marcos se quedó en silencio.
Roque, con calma, continuó:
—Si elijo la pequeña, el juego se acaba. Nadie me volverá a llamar.
— ¿Entonces… lo haces a propósito?
—No soy tonto, maestro —dijo, mientras guardaba la moneda en un pañuelo arrugado—. Sólo soy paciente.
Marcos no supo qué responder.
— ¿Y no te molesta que se rían?
Roque lo miró con ternura, como si ya hubiera escuchado esa pregunta muchas veces.
— ¿Usted ha visto cómo se ríen? Se olvidan del trabajo, de las peleas, del mal día… Yo les doy una excusa para reír, y ellos me dan de comer.
—Pero no se ríen contigo, se ríen de ti.
Roque sonrió.
—Eso lo decide uno. Yo elijo pensar que les hago bien. Y mientras me llamen, comeré caliente.
El maestro lo observó alejarse, y por primera vez lo vio caminar con dignidad, no con torpeza.
Como quien lleva un secreto que nadie más comprende.
Con los años, el bar cerró, la gente cambió… y Roque envejeció.
Cuando murió, en su sombrero encontraron más de cuarenta pañuelos llenos de monedas grandes.
Y una nota escrita con letra temblorosa:
“No es tan difícil vivir bien, si no te importa parecer menos listo.”
La verdadera sabiduría no necesita demostrar nada.
Roque no fue el tonto del pueblo…
Fue su espejo más honesto.