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PEDRO MARTINEZ: EL GATO DEL ANDÉN 3...

EL GATO DEL ANDÉN 3

En la estación de ferrocarril de Villa Esperanza, siempre había un gato gris de ojos ámbar que se sentaba exactamente en el mismo banco, justo frente al andén 3. No era agresivo ni huidizo, pero tampoco mendigaba caricias. Solo estaba allí, observando cómo la gente iba y venía.
Marina Soler, una maestra jubilada de 72 años, lo veía cada tarde al regresar a casa. Un día, la curiosidad pudo más.
—Hola, pequeñín. ¿Vives por aquí? —le dijo mientras dejaba caer un trozo de jamón envuelto en papel.
El gato se acercó despacio, olfateó y comió sin apartar la mirada de las vías.
El jefe de estación, Don Ernesto, le contó la historia:
—Se llama Lince. Pertenció a un joven músico, Alejandro Paredes, que viajaba todos los días a la ciudad a tocar el violín. Un invierno, Alejandro se enfermó gravemente y nunca volvió. Desde entonces, Lince viene a esperar el tren de las seis, el que siempre traía a su dueño.
Marina sintió un calor extraño en el pecho. Decidió que, si Lince esperaba, ella también esperaría con él. Día tras día, se sentaba en el banco, con una bufanda tejida a mano y un termo de té. Al principio, el gato la ignoraba, pero poco a poco empezó a subirse a su regazo.
Una tarde lluviosa, la estación estaba casi vacía. Marina, con una manta sobre las piernas, le habló en voz baja:
—Sé que lo extrañas. Yo también perdí a alguien… y sé lo que es mirar una puerta o unas vías y esperar que aparezca. Pero no quiero que pases solo este invierno.
Lince ronroneó, cerrando los ojos. Marina tomó eso como un “sí”.
El invierno trajo más frío, y Marina empezó a llegar con un pequeño transportín.
—Solo para que no pases la noche aquí —decía, como si tuviera que convencerlo.
Pero Lince siempre regresaba al andén 3 por la tarde. Era su ritual. Así pasaron los meses, hasta que un día, mientras el tren de las seis llegaba, el gato saltó al suelo y se acercó a un joven que bajaba del vagón.
Era Martín, el hermano menor de Alejandro. Había estado trabajando en otra ciudad y, al enterarse de la historia, decidió volver para ver si era cierto. Cuando se agachó y llamó por su nombre, Lince soltó un maullido agudo, como un grito de reconocimiento.
—Vaya, todavía me recuerdas, amigo —dijo Martín, con lágrimas en los ojos.
Marina observó la escena con una mezcla de alegría y nostalgia. Sabía que quizá había llegado el momento de despedirse.
Martín le agradeció todo lo que había hecho por Lince.
—No tienes que agradecerme —respondió ella—. Él me cuidó a mí tanto como yo a él.
Lince partió con Martín ese mismo día, pero cada semana, Marina recibía fotos: el gato dormido en un sillón, mirando por la ventana o jugando con una bufanda gris. Y, aunque el banco del andén 3 quedó vacío, para Marina ese lugar siempre estuvo lleno… del recuerdo de dos almas que se cuidaron en el silencio de una estación.