Irene llegó al asilo, llevaba solo una maleta y un par de zapatillas rojas tan desgastadas que parecía que habían corrido un maratón entero por su cuenta. No hablaba mucho. Observaba, leía, y salía cada tarde al
jardín a sentarse bajo el mismo
árbol, como si esperara algo.
— ¿Por qué siempre te sientas ahí? —le preguntó Martín, otro residente, con la voz ronca por los años.
—Iban a plantar otro árbol, pero al final dejaron este. Me recuerda que, a veces, sobrevivir también es un acto de rebeldía.
Martín
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