NUESTRA
SEMANA SANTA VIVIENTE
Jesús de Nazaret, la
Virgen María y las
Santas Mujeres, Poncio Pilato y sus Senadores, Caifás y los Sumos Sacerdotes del Sanedrí, el
ejército romano con los mejores
caballos de Iberia -jinetes incluidos- del emperador Tiberio; José de Arimatea, la Verónica junto con el pueblo hebreo, la recuperación de los oficios, el
Mercado Judío, la ambientación de la ciudad sagrada, el pueblo hebreo con todos sus figurantes, la
Banda de Tambores, los animales de carga con sus arrieros, el
ganado de
ovejas y sus pastores; todos los equipos de
trabajo, cada uno en su sitio, como tiene que ser. Sólo esperan una
señal.
¡Son las cinco en punto de la tarde! La ciudad se activa, milagrosamente, a la vez como por
arte de magia; todo comienza a funcionar a la perfección.
Miles y miles de personas venidas de lugares inimaginables - ¿Roma, Siria, Líbano,
Egipto, islas griegas...?- han quedado atrapadas misteriosa e inamoviblemente por el
túnel del tiempo que les hemos preparado, intencionadamente. No saben lo que les espera. Ni lo sueñan.
Todo está a punto después de un año de intensísimo trabajo. La utopía está a punto de hacerse añicos -una vez más- ante el rigor histórico y la belleza de la puesta en escena de nuestra Semana Santa Viviente o por el gran esfuerzo, trabajo, tesón, ilusión y el cariño en el buen hacer de las cosas de toda la comunidad de
Cuevas del
Campo.
Así está nuestro pueblo hoy, convertido en la auténtica ciudad de
Jerusalén de hace más de dos milenios, con sus oficios recuperados, ladronzuelos, vendedores deambulando por sus
calles míseras y su viejo Mercado Judío lleno de ruidos y mercadeo; el “Pretorio” de Pilato con su guardia personal, criados y damiselas; y llegados del “tajo” los
hombres del espato y sus niños, haciendo presente a nuestros antepasados cueveños, como en un abrir y cerrar de ojos, los esparteros y sus niños; las burras con los
aperos de antes y los pastores con el ganado, pasando frente al
palacio del gobernador de Judea con todo su estruendo, defecaciones en ruta y balidos; en días de frío intenso se refugiarán muy cerca de nuestra ciudad.
Es la época ¿gloriosa? del emperador Tiberio, el año
treinta y tres después de
Cristo, reflejada en su indigencia y grandeza al mismo tiempo. Aquí, en Jerusalén, está a punto de suceder una gran tragedia; se siente por todos los
rincones y calles de este entrañable pueblo: Jesús de Nazaret ha sido condenado a morir en la
cruz, junto a dos ladrones más. Su ejecución es cuestión de minutos o quizá de horas.
La parada en el Mercado Judío con su
exposición de aves rapaces y los
juegos de cetrería –nueva este año-, hace más creíble a nuestro visitantes del lugar en el que se encuentra en estos momentos, en la realidad de la época cuando le ofrecen los diferentes productos de aquella zona, así como gran cantidad de remedios y
plantas medicinales que, sin duda, curarán sus diferentes enfermedades por malignas que estas sean.
Más de uno (nunca en la Jerusalén de nuestro pueblo se habían visto tanta gente junta) se sintió transportado al interior de este drama para ver morir al Nazareno, en el Gólgota junto a dos malhechores. Sin duda, no podrán olvidar tampoco donde se estaban cuando oyeron los látigos golpear, una y otra vez, la espalda de Jesús.
La armonía profundamente plena de sentimientos, la serenísima paz interior de las escenas más impactantes del recorrido con el Cristo azotado con crueldad o subiendo por la
Vía Dolorosa hacia la
cueva de Parejo, hoy convertida en
monte Calvario.
La Verónica, con la “santa faz” entre sus manos y las lágrimas en sus ojos; la profundidad y dimensión mística del Drama de Pasión contrasta con el bullicio, los latigazos, el alboroto o los sonidos orientales del mercado judío, con su
música peregrina y monótona hasta el cansancio; los gritos de reclamo del vendedor ambulante y vociferante, que casi siempre tiene éxito en su incómoda tarea, pues alguno acabará comprando o vendiendo su mejor mercancía; el proceso del amasado del
pan desde la molienda del trigo, la confección de los adobes, las lavanderas, degranadoras de panizo, partidoras de
aceitunas o
almendras.
No falta un solo detalle, ni siquiera ¿el olor a incienso? que se entremezcla con la brisa entre los puestos, el ruido y la música con más de seiscientas personas –actores, actrices, figurantes, técnicos, colaboradores, Banda de Tambores y otros, participando en la representación de nuestra VIII Semana Santa Viviente. Y el que “tenga ojos para ver que vea” el gran milagro de Cuevas del Campo que dejan con la boca abierta a las miles de personas que cada año nos visitan.
¿Hay algo más? Yo creo que sí, en el fondo, nos queda un pueblo entregado plenamente y sin descanso a este gran proyecto, ya, totalmente realizado y
bordado con letras de oro en los anales de nuestra
historia cueveña, porque hemos sido pioneros en esta actividad tan importante y complicada, con sumo esfuerzo e ilusión inimaginables.
De todo esto, lo más importante ha sido el trabajo de todos, en el que no hubo persona más importante que otras, sino la unión de una fuerza viva, de un gran equipo con vistas de futuro trabajando en un proyecto impensable unos años antes. Solo el talento, la imaginación, la generosidad, el tesón y la constancia nos han dado de nuevo, sin lugar a dudas, en esta octava edición, más éxito del esperado: la inmortalidad cultural en el
libro de historia de los pueblos.
Y de
blasón o corona de nuestro el pueblo como punto de mira y referencia de todos, por un trabajo bien hecho y de gran calidad.
Antonio V. Martínez Cruz
Director