Este juego era especial ya no solo por la emoción de clavar el pincho en el suelo, sino porque sólo se podía jugar cuando había llovido y el suelo se había convertido en barro. Afortunadamente y no como hoy día, había grandes espacios de arena dispuestos a convertirse por una tarde en el escenario de juego. La lluvia no era tan solo lluvia y miradas tras los cristales. La lluvia se convertía de niño en una respiración intensa tras las ventanas esperando que acabase para sacar de su encierro ese objeto metálico preciado, llamar a los primos a sus casas y salir todos juntos a jugar con abrigos y botas. El juego duraba esa tarde y cuando acababa ya esperabamos impacientes la llegada de un nuevo día de lluvia.
Saludos
Saludos