MEMBRIO: Bueno, Virgo, una clase magistral sobre la siega; ¡que...

LA SIEGA.
El nudo que se daba a los atillos (maestría inigualable, ADP) de forraje eran igual que los del trigo, cebada y avena. Para el centeno o forraje al estar verde y flexible no había que hacer nada especial, pero para el trigo, cebada y avena sí, se segaba las plantas más altas dejando el rastrojo bajo y se hacía un montón, se les rociaba con agua y se tapaban con una manta vieja, saco o costal para evitar que le diera el sol y conseguir que fueran flexible, el montón se ponía a la sombra de una mata, chaparro o encina porque era bueno que cuanto más agua y sombra mejor.
Cuando se paraba de segar se decía: “vamos atar”, se cogían varios manojos del montón formando por cada manojo un atillo y este se extendía en el suelo y se ponían encima cuantas gavillas fueran necesarias para formar el haz y proceder atarlo, cada extremo del atillo se cogía con una mano y el segador se ponía de rodilla sobre el haz para apretarlos bien y no quedaran follollos (flojos), así sucesivamente hasta quedar todo lo segado atado y a continuación se hacían las hacinas formando una fila sobre el rastrojo.
El número de veces que se paraba al día para atar era el siguiente: Por la mañana tres veces, primera para almorzar, segunda para fumar un cigarro y tercera al medio día para comer los garbanzos, aguaillo y siesta. Por la tarde dos veces, la primera a media tarde para descansar un rato y cigarro, segunda y última de la jornada cuando el cuerpo no podía más y pedía cenar, se abría la fiambrera y a cenar chorizo y tocino con pan y al camastro y pensando que había que madrugar para aprovechar con la fresca.
Era bonito ver el cielo estrellado y oír cantar las aves nocturnas pero el cuerpo no pedía fiesta, solo descansar y soñar con los angelitos.
En los descansos si había segadores cerca se reunían y así era el descanso más agradable charlando un rato y si pasaba por el lugar el guarda de lo hoja estaba invitado a tomar asiento y a beber agua fresca del barril. En el rastrojo se ataban las yuntas para que se comieran las espigas que caían en el suelo.
Cuando se estaba segando y se levantaba la cabeza sudosa bajo el sombrero de paja gustaba con el pañuelo secarse el sudor y con el pico de la hoz hacerse cosquilla en la espalda y se notaba alivio, en esta operación de estirar el cuerpo se miraba a los alrededores y allá muy lejos, pero que muy lejos estaba el camino por donde iba el “Señorito” montado a caballo o en coche y nunca se acercaba para decir algo a los segadores, quizás fuera mejor así y que le den………... “Es lo que hay”.

Bueno, Virgo, una clase magistral sobre la siega; ¡que bien la has descrito!: ¡claro!, es una pena que “educación para la ciudadanía” prefiriera enseñar a los alumnos cuál era la forma de colocarse un profiláctico antes que enseñar como atar un “jace”, ¡qué vulgaridad!. Has elegido el momento adecuado (San Isidro Labrador), aunque aquí, desgraciadamente, ha ocurrido lo mismo que cuando se cierra una mina; eso sí, todavía nos queda el testigo irreductible: “La Comarcá”.

Un saludo


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