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MEMBRIO: El santo, para no demostrar desprecio a sus queridos...

A los 18 años lo envían a Bruselas a estudiar, pero sus compañeros se burlaban de él por sus modos campesinos de hablar y de comportarse. Al principio, aguantó con paciencia, pero cuando las burlas llegaron a extremos, agarró por los hombros a uno de los peores burladores y con él derribó a otros cuatro. Todos rieron, pero las burlas se acabaron y pronto con su amabilidad se ganó las simpatías de sus compañeros.
A los 20 años escribió a sus padres pidiéndoles permiso para entrar de religioso en la congregación de los Sagrados Corazones. Su hermano Jorge, de espíritu mundano, se burlaba de él diciendo que era mejor ganar dinero que dedicarse a ganar almas. Dicho hermano perdió la fe posteriormente.

En 1863 zarpó en una nave hacia su lejana misión. En el viaje hizo gran amistad con el capitán del barco, el cual le dijo:
“Yo nunca me confieso. Soy mal católico. Pero le digo que con usted sí me confesaré”. Damián le respondió: “Todavía no soy sacerdote, pero espero un día, cuando ya sea sacerdote, tener el gusto de absolverlo de todos sus pecados”. Más adelante, como de manera inesperada, se cumplió su deseo. Poco después de llegar a Honolulu, la capital de las islas, fue ordenado sacerdote.

Llegó a Molokai (Hawai) en 1873, a un asentamiento que se había fundado siete años atrás. Fue el primer blanco y el primer sacerdote en poner los pies en la Isla, y encontró en ella un verdadero infierno de personas angustiadas, no solo por lo que sufrían en los cuerpos, con un terrible padecimiento físico, sino porque eran dejadas allí sin auxilios ni ayudas. Como en las islas Hawai había muchos leprosos, los vecinos obtuvieron del gobierno que a todos los leprosos los desterraran a la isla de Molokai.
Para olvidar las penas muchos hombres se dedicaban al alcoholismo, y las mujeres a toda clase de supersticiones.

Al saber la condición de los leprosos el padre Damián le pidió al obispo que le permitiera irse a vivir con los leprosos de Molokai. A monseñor le pareció casi increíble esta petición, pero le concedió el permiso, y allá se fue. Antes de partir había dicho: “Sé que voy a un perpetuo destierro y que tarde o temprano me contagiaré de lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo”.

Las primeras noches las pasó el padre Damián debajo de una palmera porque no tenía casa para vivir. Cuando llegó a la Isla, solo llevaba un breviario y un pequeño crucifijo.
Casi todos los habitantes de Molokai eran protestantes (evangélicos). Con la ayuda de unos pocos campesinos católicos construyó una capilla con techo de paja, y allí empezó a celebrar la Eucaristía y a catequizar. Se dedicó a su obra con tanto cariño, que muchos protestantes se pasaron al catolicismo.
Visitó, uno a uno, todos los ranchos de la Isla. Muy pronto acabó con muchas creencias supersticiosas, reemplazándolas por las cristianas. Llevaba medicinas y curaba numerosos enfermos. Pero había algunos incurables: los leprosos. Estos lo recibieron con inmensa alegría.

El padre Damián empezó a crear fuentes de trabajo para que los leprosos estuvieran ocupados. Luego les organizó una banda de música.
Recogió a los enfermos más abandonados y los atendió como abnegado enfermero. Enseñaba reglas de higiene y poco a poco fue transformando la Isla hasta convertirla en un sitio agradable para vivir.
Escribió al extranjero, especialmente a Alemania, y de allí le llegaron buenos donativos.

Varios buques desembarcaban alimentos en las costas y el dedicado misionero los repartía equitativamente. También enviaban medicinas y dinero para ayudar a los más pobres. Hasta los protestantes se conmovían con sus cartas y le enviaban donativos para sus leprosos.
Pero como la lepra era contagiosa, el gobierno prohibió al padre Damián salir de la Isla y tratar con los que pasaban por allí en los barcos. Por este motivo llevaba años sin poder confesarse. Entonces un día, al acercarse un barco que llevaba provisiones para los leprosos, el santo sacerdote se subió a una lancha y casi pegado al barco pidió a un sacerdote que allí viajaba, que lo confesara. A gritos hizo desde allí su única y última confesión y recibió la absolución de sus faltas.

Como esas gentes no tenían casi dedos ni manos, el padre Damián les hacía él mismo el ataúd a los muertos, les cavaba la sepultura y fabricaba como buen carpintero la cruz para su tumba. Preparaba sanas diversiones para alejar el aburrimiento y cuando llegaban los huracanes y destruían los pobres ranchos, él en persona se iba a ayudar a reconstruirlos.
Él sabía muy bien que la solidaridad total con los enfermos –a pesar de los riesgos de contagio– era la única posibilidad para ganarles el corazón. Se dedicó a la construcción de iglesias, hospitales, casas, haciéndose proyectista, arquitecto, excavador, albañil, carpintero… Construyó un pequeño puerto para facilitar la llegada de las naves. Construyó también la calzada de conexión entre el puerto y la aldea, dos acueductos con los correspondientes depósitos de agua, una serie de almacenes, una venta, un edificio de acogida para los recién llegados, dos dispensarios, dos orfanatos, un centro de
formación para los muchachos y comenzó a edificar un hospital.

Se dedicó, principalmente, a mejorar la estructura social de la Isla. Lo primero fue dar dignidad y carácter sacro a la experiencia cotidiana más difundida, la de la muerte de tantos infelices que ya no eran abandonados a sí mismos (ni sus cuerpos se dejaban a la rapacidad de las fieras), sino que eran acompañados y honrados como miembros del Cuerpo de Cristo: la Iglesia.
Consiguió que se viviera en comunidad mediante el sistema de las cofradías: la del Corpus Domini (cuerpo del Señor), que celebraba la fiesta mayor, más conmovedora y más hermosa de la Isla (Corpus Christi), la de la Santa Infancia, para los niños abandonados; la de san José, para las visitas a los enfermos; la de Nuestra Señora, para la educación de las jóvenes. Creó de esta manera una vigorosa organización anclada en la fe y las diversas cofradías se convirtieron también en estructuras de convivencia civil y de asistencia social, que nadie hubiera podido ni siquiera imaginar. Repetía a menudo parafraseando a san Pablo: “Me hice leproso entre los leprosos para ganarlos a todos para Cristo”.

El santo, para no demostrar desprecio a sus queridos leprosos, aceptaba fumar en la pipa que ellos habían usado, los saludaba dándoles la mano, compartía con ellos en todas las acciones del día, y sucedió lo que se esperaba: se contagió de la lepra. Vino a saberlo inesperadamente.
Un día metió el pie en una vasija que tenía agua extremadamente caliente y no sintió nada, entonces se percató de que estaba leproso. Enseguida se arrodilló ante un crucifijo y exclamó: “Señor, por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos, acepto esta terrible realidad. La enfermedad me irá carcomiendo el cuerpo, pero me alegra el pensar que cada día en que me encuentre más enfermo en la tierra, estaré más cerca de Ti para el cielo”.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
La enfermedad se fue extendiendo prontamente por su cuerpo. Los enfermos comentaban:
“ ¡Qué elegante era el padre Damián cuando llegó a vivir con nosotros y qué deforme lo ha puesto la enfermedad!” Pero él añadía: “No importa que el cuerpo se vaya volviendo deforme y feo, si el alma se va volviendo hermosa y agradable a Dios”.
Poco antes de que el santo muriera llegó a Molokai un barco. Era el del capitán que lo había traído cuando llegó de misionero y le había dicho que con el único que se confesaría ... (ver texto completo)