Esa es la calle en la que yo me crié; en la que crecí, soñé, jugué, sufrí y amé. Se llamaba Calvo Sotelo, y mi número era el 4. Ahora se llama de otra manera. Los que le han cambiado el nombre dicen que han recuperado la memoria. La vida tiene esas cosas: recuperamos la memoria de unos a consta de la de otros. Es una especie de concatenación absurda de solapados. Mi memoria, sin embargo, es esa, y difícilmente me la puede arrebatar otra cosa que no sea la causa natural. Y, aunque es cierto, que me aferro como autodefensa a lo de “la memoria es un obstáculo al buen pensamiento”, no lo es menos que por ahí juguetean mis hermanos, los hermanos Juan y Gregorio “Cachopo”, Manolo Catano y sus hermanas, Angelita y Mercedes; Ángel Pore y sus hermanos; La tía Felipa, que se quedó en una silla después de la muerte de su hijo; la Cata, la tía Antonia, la Andrea, Las Valentínas, Luis el de Prim, de pequeñito, que le hacíamos todas las putadas posibles; Ezequiel Antúnez, el Pollero. En fin, tantos otros. ¡Había tanto ambiente! Allí se sentaban, en verano al atardecer, las mujeres con sus tertulias al compás de la costura. Y mi madre, siempre ella, cosiendo, bordando. Y nosotros, haciéndole trastadas a la buena de la Quica, nuestra otra madre. No sé si os ocurre a vosotros, pero yo a veces oigo el griterío en aquellas calles llenas de niños, donde jugábamos sin prejuicios. Aun veo a las mujeres doblando aquella esquina, con el cántaro al costado o en la cabeza. Y aquel indubitado parlamento. Entonces, el invierno no era tan gélido. Pienso, que la nostalgia es un velero varado en calma chicha, que sueña con el viento. Saludos. PC
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