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ORELLANA LA VIEJA: El Manantial del Algarrobo...

El Manantial del Algarrobo

-tercera y última parte-

Habían llegado a la peña donde en su base se encontraba el manantial y se sentaron bajo la tupida sombra del algarrobo, ella se quitó del cuello una cinta de la cual pendía una chapa de plata con una inscripción tosca y muy mal escrita que en uno de sus lados ponía,”NSEO”, debajo de la N podían verse dos barras pequeñas, al lado de la S tres barritas y una más encima de la O, quedando exenta de barritas la letra E. Rodeaba toda la inscripción un circulo de rayas más grandes semejando los rayos solares, un total de doces.
Mira, dijo Florentina, según contaron unos buhoneros que se la vendieron a mis abuelos en está plaquita está escrito el camino por donde se puede entrar para encontrar el gran tesoro que según se dice está escondido en la sierra de Lares, que está cerca de donde te vas,- llévatela para que cuando seas mayor puedas buscarle-.
¡No, no! Enterrémosla aquí debajo de este algarrobo -dijo Diego- en recuerdo de nuestra corta amistad y prometamos los dos guardar el secreto. Bien, contestó la joven, pero antes escucha la historia que ellos contaron al venderla.

Había una vez un zagalón que guardaba sus cabras en la sierra de Lares y descubrió una concavidad en una roca con una abertura extraña, se trataba de una especie de cueva poco profunda medio cubierta por los zarzales y malezas que allí fueron a nacer, enraizando entre las pequeñas grietas de los escarpados riscos.
Un día provisto de una tea hecha de matas resinosas se introdujo por la oquedad, accediendo a un pasadizo secreto que encontró, el cual seguía paralelo a la muralla de la fortaleza en dirección sur, poco después llegó a lo que parecía una gran cueva semejante a un sótano pues sus paredes, aunque toscamente, estaban labradas, calculó que se encontraba bajo las ruinas de lo que fue en su día la capilla Templaria de la fortaleza. Vió a la luz de la antorcha resplandores por todos los rincones, como si la luz se reflejara en columnas de vidrio de mil colores. En un especie de altar de tres que había, se amontonaban las ofrendas en tan gran confusión y abundancia que algunas permanecían en el suelo, también había mucha plata en jarros platos y tazas. Bellísimas cadenas y cordones de oro, arracadas y collares de perlas, peines de oro y piedras preciosas brillantes como estrellas, y muchos objetos más, todos de gran valor.
El altar del centro estaba presidido por un escudo de oro repujado que formaba una cenefa de flores de acanto en su alrededor, el campo o fondo de fina plata estaba cubierto por blanquísimos diamantes que guarnecían una cruz templaria hecha con cientos de rojos rubíes de distinto tamaño, siendo los del centro más grandes, disminuyendo según se acercaban a los extremos de la cruz. Más arriba de esta hermosa cruz podía leerse una leyenda en latín que había sido confeccionada con pequeñas esmeraldas, quizás traídas del templo de Salomón en Jerusalén, la leyenda decía lo siguiente: “NON NOBIS, DOMINE, SED NOMINE TUO DE GLORIAM”.
< No a nosotros, Señor, sino a Tu nombre sea dada toda la gloria>.
De pronto oyó un estruendo ensordecedor que le estremeció del susto, vió ante él una llamarada de fuego como si se encontrara en el centro del infierno, y cayó aturdido sintiendo su cuerpo magullado como si se le hubiera caído toda la sierra encima. Escalabrado y con el ardor del fuego por todo el cuerpo, fue avanzando, avanzando, tropezando a cada paso con grandes piedras que atascaban el pasadizo por donde había entrado. Al fin logró salir a la claridad de la luz del día, otra vez a la vida, miró hacia atrás y vió la cueva obstruida con grandes rocas y guijarros, si hubiese tardado un minuto más en salir allí habría muerto enterrado.
Esto es lo que él contó a sus vecinos pero todos creyeron que se había caído por algún barranco y él se inventó la historia para darse importancia aunque cuando él escribió la plaquita con las misteriosas letras comenzaron a pensar que ciertamente tuviera razón. Y es que cuando la gente habla, algo hay de verdad en lo que se dice. Y hasta aquí la leyenda, terminó diciendo Florentina.
Después entre los dos cavaron un hondo agujero en el cobijo de la sombra del algarrobo, enterrando allí la placa única pista para encontrar al tan famoso tesoro de la encomienda Templaria de Lares.

Caía la tarde y la joven muchacha se dispuso a marchar hacia las cercanas casas de la aldea, Diego se iría al día siguiente y se despidió de él deseándole suerte, sólo fue un adiós, ni un beso de despedida, ni tan siquiera un pequeño roce, sólo fue un adiós y allí, a la sombra del algarrobo, quedó la placa y el adiós como un recuerdo para siempre. Florentina nunca volvió a ver a Diego ni a saber nada de el.

Las lágrimas más amargas y ardientes derramadas por un joven amigo brotaron de sus ojos en la llanura extremeña a la hora del crepúsculo de la tarde, allá a lo lejos se alzaban los picachos de la sierra bañados por la amarillenta luz del sol que, medio hundido ya tras la línea verde del horizonte, sólo enviaba sus reflejos a los cerros que dominaban la llanura.
Desde lejos, acaso desde un corralón, llegó el sonoro canto triunfal de un gallo, una vaga polvareda amarillenta por el sol poniente se veía levantada por el viento, blanqueaban los vellones de los rebaños que cruzaban la campiña hacia los agostaderos o hacia la antigua majada. Temerosas unas palomas que paráronse y picoteanron en el suelo, se levantaron asustadas batiendo apresuradamente sus alas.

Víctor J. Sanz. Verano del 2012.