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LA HABA: ……continuación……...

Gracias, Paco. Te voy a contar un cuento -verdad y ficción al cincuenta- que quizá tú no recuerdes,

(UNO),

Hace mucho tiempo, en un pueblecito que se llama La Haba, como por arte de ensueño aparecieron unas cajetillas fabricadas de cartón pobre que contenían entre tres y cuatro decenas de mistos, también llamados cerillas, fósforos, o llumís (por el jabeñerío catalán). Se empleaban en el encendido de lumbres, anafres, infiernillos, mariposas para aceite y otros usos domésticos. En la tapa principal de cada cajita, quizá hecha con cartón de más calidad, aparecía dibujada una bandera de colores vivísimos que pertenecía al país que, en la tapa inferior, se describía con una breve leyenda. Todos los países - entonces se conocían como naciones-, pertenecían a un conjunto de territorios llamado Hispanoamérica, y, según se contaba, todos esos pueblos estaban capitaneados, o algo así, por España; por ello, además de las banderas del continente americano, en la colección (llamémoslo así porque esa era la pretensión del publicista) aparecía la bandera de nuestro país: una franja roja, otra amarilla y otra roja más; un águila imperial sobreimpresionada en estos tres colores completaba la insignia que entonces nos representaba.

Los niños y niñas de aquel pueblecito, que de natural odiaban hacer los recados que sus padres les pedían, iban, no obstante, encantados a por las cajitas de mistos al estanco (comercio de la entonces Tabacalera Española, donde se vendía este producto fabricado por Fosforera, Española también, por supuesto). Y estaban como locos porque se agotaran en casa para comprar otra y otra, y cuantas más mejor. La intensidad de las compras era cada vez mayor, de suerte que varias veces se agotaron las existencias y muchas casas del pueblo tuvieron que encender mariposillas en aceite para no quedarse sin fuego. La estanquera no daba abasto a pesar de haber triplicado los pedidos mensuales; y los agentes de la autoridad, siempre pensantes en la presunción de culpables, ejercitaron conatos de interrogatorios con dos personas que tenían colgado el sambenito de potenciales pirómanos. Todo ello para divertimento de la chiquillería que se desternillaba de risa contemplando, día a día, el incremento de su colección de “SANTOS”, que así se dieron en llamar.

.... debe continuar,

Buenas noches a tó el/la jabeño/a que nos lea,

DOS,

Siendo las compras aleatorias, cada niño atesoraba muchas banderitas pero no lograba concluir por sí mismo la colección como no fuera permutando su bandera más repetida por la más codiciada. Nadie sabía por qué, el SANTO más escaso, y por ende el más codiciado, era la bandera española; todos lo sabían, el trofeo a conseguir era la bandera de España: la de más valor, la más querida, la más ansiada. Comenzó a cambiarse por cinco de Argentina, o diez del Perú; pero en una semana, viendo que la estanquera no ponía en circulación más SANTOS de España, el precio de cambio se duplicó, y luego, en un mismo día (por un simple rumor en la clase de doña Micaela, en el sentido de que quizá ya no se editaría en el futuro) el SANTO de España llegó a pagarse hasta con quince de Argentina, o treinta del Perú.

Y los precios subían y bajaban según se comportasen las compras, y también la rumorología infantil, pues los niños llegaron a establecer controles para contabilizar la cuantía y valor de las salidas del banco emisor en que se había convertido el estanco: si se incrementaba la salida de banderas de España, el precio de mercado del SANTO se devaluaba y si se reducía la circulación del mismo, su valor se apreciaba.

Ávidos de atesorar SANTOS, los niños se convirtieron en máquinas de destruir cerillas. De los fogones, de los alféizares de las ventanas, de las batas de madres y abuelas saqueaban “el mineral”: enterraban los mistos, despreciaban el resto del cartonaje y se quedaban con el oro extraído que representaba la banderita. Esta suerte de industria instaló en el desconcierto a muchas madres que, ajenas a la trama, cada vez con mayor frecuencia se palmeaban los bolsillos del mandil - buscando las cerillas extraviadas- y se maldecían a sí mismas reprochándose su mala memoria.

……continuará…….

Buenas tardes al jabeñerío lector,

TRES,

Y no tardó en llegar el juego sucio. Un sobrino de la estanquera/dependienta (por lo tanto con información privilegiada), sabiendo que el precio de la bandera de España estaba por las nubes, y abusando de la confianza de su tía, luego de besuquearla, se adentró en el almacenillo de la expendiduría, buscó y rebuscó, y, violando el precinto de una caja de cartón de grandes dimensiones con la advertencia impresa de “ ¡Peligro, material inflamable!”, extrajo, no sin dificultad por ser minoritarias, todas las cajitas con el SANTO de España. Cuando, posteriormente, la tía entró en la trastienda y observó el desorden y desaliño que reinaba, no pudo reprimir un grito que apenas pudo silenciar llevándose la mano (derecha) a la boca: “ ¡Dios mío!”, balbuceó muy bajito. Sintiéndose corresponsable del robo, lo ocultó a los ojos de la dueña del estanco, quien tuvo que hacerse cargo del mismo al día siguiente por indisposición manifiesta de su empleada cuyo disgusto desembocó en una insufrible ansiedad.

Ya con la propietaria a los mandos de la expendeduría, se presento un niño alto y delgadísimo -vestido de raído pantalón corto y camisa más que holgada-, quien le pidió la friolera de veinte cajetillas de mistos, “pero que sean con la bandera de España”, añadió. Lo expresó con tal seguridad y desparpajo que la estanquera/dueña, sin pestañear, pasó a la trastienda como decidida a cumplir una orden, pero no encontrando ni una sola de la bandera española, salió a proponer al muchacho que la cambiara por cualquiera otra; el niño descartó rotundamente la oferta, obligando a la mujer a la apertura de otro envase grande de Fosforera Española y así poder complacer la petición del muchacho. La criatura, líder de una pandilla, se ingenió sindicar las compras de muchos de los niños –enviados a comprar por sus padres- para tener más fuerza ante el estanco y exigir el SANTO con más valor: EL ESPAÑOL. Igualmente, se permitía arengar a los suyos instándolos a influir en sus casas gastando todas la cerillas posibles para ”así acumular mucho valor en SANTOS, y así poder comprar otros SANTOS a los demás, y así nuestra pandilla será la más rica y la que más SANTOS tenga, y así el que quiera SANTOS los va a comprar al precio que YO, bueno…, que nosotros digamos, y así seremos los más ricos, y así el quiera SANTOS prestados tendrá que pagar luego más SANTOS”, y así, y así, y así comenzó el comercio de los SANTOS en la Haba.

Estas operaciones de compra sindicadas, repetidas un día sí y otro también, estaban dirigidas por este niño (mitad dictador mitad financiero y opositor encarnizado del sobrino de la dependienta) quien ya establecía el retorno para él de todas las banderas de España una vez consumidos o destrozados los mistos de las cajitas. A cambio, generoso él, franqueaba la entrada a los que quisieran pertenecer a su pandilla y a su exclusivo círculo íntimo, y de paso les compensaba con SANTOS varios de menor valor – como la bandera cubana- para que trapichearan y no se sintieran indigentes en aquel mundo nuevo que sin darse cuenta estaban creando.

Buenas noches a todos,

…….. todavía debe continuar mañana……

……. continuación……

CUATRO

Durante los sábados por la tarde y hasta el anochecer, igualmente en domingos y fiestas de guardar, la fiebre de las banderas era tal que quedaron suspendidos –tácitamente- todo tipo de juegos infantiles hasta nueva orden, no siendo lícito otro entretenimiento que no fuera el tráfico financiero de SANTOS. Los niños tomaron posiciones en las dos orillas del Arroyo del Campo que, aunque con poco caudal, dividía geográficamente al pueblecito en dos partes bien distintas. En la Zona Oeste (calles de Cantolugar, Cuesta, Calvario, Peligro, entre otras) había tomado posición el niño ladrón y rico en SANTOS. Y el Este (calles Cantarranas, Hospital, Iglesias, Jardines, Plaza de España y otras más), estaba dominado por el niño dictador y también rico en SANTOS.

Las niñas, que ya entonces -en cuestiones de manejar posibles- estaban supeditadas a los niños, miraban con mucha curiosidad (no falta de morbo) el paquete que los dos jefecillos exhibían a través de sus pantalones. De vez en cuando, pavonándose, uno metía su mano (derecha) en la faldriquera y, agarrándolo fuertemente, elevaba todo lo que podía el paquete de SANTOS formado por cien banderas de España, lo vapuleaba una y otra vez hasta que el griterío, sobre todo de las niñas, se hacía oír por todo el arroyo. Y el otro, en la otra orilla, ahondaba en los bolsillos y sacaba dos fajos de cien SANTOS cada uno, como contestación al saldo mostrado por el contrincante: aquello era ya una locura. Después, tanto el ladronzuelo como el pequeño dictador, tiraban al aire paquetes enteros de banderas que valían poca cosa, sobre todo el SANTO de la de Cuba, que era la más vendida y la menos cotizada, y aquello era el acabose, el delirio total: los niños pobres de SANTOS gritando hasta la extenuación, arrodillados, se quedaban las uñas en el suelo por recoger el máximo posible de SANTOS. Se libraban peligrosas peleas para adueñarse de ellos y se entablaban después otras riñas, no menos temibles, donde radicaba la industria del cambio, pues, al fluctuar tanto los precios (por las razones de mercado y de información ya expresadas), a veces, tanto compradores como vendedores se creían estafados y tiraban en seguida de cinturón o de honda para vengarse.

Los territorios estaban muy definidos por la frontera natural que era el arroyo, pero se estableció, a manera de aduana, un pasadizo formado de grandes piedras –pasaderas- sobre el agua por el que muchos indigentes, sin un SANTO que llevarse a la boca, se cambiaba de bando para buscar mejor suerte al otro lado del río: momento que escogían los agraviados para abuchear al tránsfuga que, más de una vez, caía de bruces al agua para regocijo del menudo personal. Porque en esto de reírse del débil en apuros no se distingue el amigo del enemigo, el mundillo era así de cruel.

Buenas noches a todos,

……. continuará, sin más remedio……

……. continuación……

CINCO,

Cada fin de mes, la estanquera dueña, debía remitir un pedido al almacén regional de Tabacalera una vez inventariado el saldo de mercancías en existencia. Aunque era muy rudimentario, el control administrativo de su pequeño negocio detectó, no sin alarma por su parte, que el consumo de mistos era absolutamente desproporcionado. Así, el importe generado por este concepto era semejante al producido por la venta de tabaco, y, además, su dependienta –que llevaba de cabeza su propio control de entradas y salidas- la instó a triplicar la cantidad de cajitas a pedir respecto al mes anterior. Y, como una sugerencia al nuevo pedido, le apostilló: “La gente prefiere la bandera de España, Doña Amparo”.

La estanquera, tan beneficiada por el generoso Régimen, informó –aunque de manera coloquial y sin darle más importancia- al cabo de la guardia civil de que “lo que pasa con los mistos, señor Sánchez, parece cosa de brujería, se consumen como silbo de ganso, y, como llevan pólvora, yo le aviso por si las moscas”. Y el cabo, siempre malpensante, repitió de nuevo el interrogatorio a los dos potenciales pirómanos con el mismo resultado que la vez anterior: “nosotros, mire usté, usamos el mechero de mecha pa encendé los pitillos”. No había más.

La dependienta, ya repuesta del disgusto que le produjo la actitud delictiva de su allegado familiar –inmutable al reprocharle su deshonroso comportamiento-, quiso subrayar las características del pedido para neutralizar no sólo el aumento de la demanda sino también, y sobre todo, diluir la merma que había supuesto el robo perpetrado por su altanero sobrino.

- ¡Qué empacho de bandera española, hija mía!- le contestó la estanquera.

Dado el caos reinante en el valor de cada SANTO, nadie sabe cómo, el mercado infantil hizo pública una lista en la que se definió oficialmente el valor de cada bandera. Así, se estableció como billete de más valor la española, con una puntuación de 50; la argentina, 25; la del Paraguay, 10; la de Ecuador, Colombia y otras, 5; Perú, 2,50; Panamá, 1; y Cuba, 0,50. Igualmente, emergieron espontáneamente dos bancos comerciales, uno en cada orilla del arroyo que, regentados por una pareja de niños, atendían las demandas de cambio y, posteriormente de compra, de estos verdaderos billetes en que se habían convertido los SANTOS.

El tema estaba llegando al paroxismo comercial: “yo trabajo en el banco del Oeste”, se le oyó decir a una niña. Y otra, esta del lado contrario del río, como avalando la autenticidad de sus activos repetía: “Nuestro billete mayor es el de verdad”. Los lidercillos, temiendo perder el control financiero de su zona, dado que estos bancos iniciaron una competencia desleal, bajando y subiendo –según conviniera - el precio de los SANTOS, y previendo un desplome de los precios por el tráfico sin control de las banderas, como si en ello les fuera la pérdida de su poder, los dos cabecillas, declarados enemigos para todo y para siempre, no tuvieron más remedio que hacer de tripas corazón y reunirse para estampar juntos sus nombres de su puño y letra en todas y cada una de las banderas españolas en circulación: un acto protocolario que presenció una minoría selecta del chiquillerío jabeño. Anunciando, posteriormente y a través de sus adláteres, el contenido del acuerdo alcanzado con vigencia hasta nueva orden: el SANTO de más valor se correspondía con la bandera española y su valor fijo de cambio se establecía en 50 unidades monetarias, no siendo válido sin las firmas de los dos cogobernadores. ¡HABÍA NACIDO EL DINERO!, y no tardaría en llegar la codicia.

Buenas tardes,

….. aún debe continuar…..

SEIS,

……continuación…….

- ¡Dios Santo!-, dijo extrañada la encargada de pedidos. – ¡Cinco envases de Fosforera!, esto es una locura- añadió.

La desaforada destrucción de mistos estaba poniendo a prueba a todo un almacén regional. Cinco envases a diez cajas grandes cada uno, por cien cajetillas cada caja, arrojaban cinco mil cajitas en total. Resultando que el pueblecito de La Haba, en sus peticiones, se igualaba en consumo a Mérida con una población veinte veces superior. Cuando recibió el parte de incidencias el máximo responsable del almacén regional, con el albarán en la mano, dudaba si llamar al estanco del cliente o directamente a la Guardia Civil. Pero al leer, en el apartado de observaciones del pedido la esquela manuscrita de la estanquera (“lea gradecería que un enbase sea todo banderas despaÑa gracias de esta queloes Anparo”), intuyó tintes políticos, o quizá terroristas, dada la desproporción en el consumo de fósforos (a la postre pólvora) y optó por llamar al “Jefe”. Con las manos trémulas, accionó la manivelilla del teléfono y pidió una conferencia con Zalamea: allí radicaba el cacique, el jefe Comarcal del Movimiento, quien –después de escuchar al responsable del almacén de Fosforera Española- le despachó con un: “Has hecho mu bien con llamarme, camarada”.

El día de “La Raza”, un doce de octubre de 1957, se celebró en la Hermandad de Labradores y Ganaderos de La Haba (el Sindicato), justo enfrente de la taberna de Julián “el Gato”, una fiesta en honor de la Patrona de la Guardia Civil, y, a ella, asistió –por el tema que nos ocupa, que era secreto- el todopoderoso jefazo falangista quien, después de comer y beber opíparamente, nombró a un sanedrín compuesto por el alcalde jabeño, el cura, el cabo de la guardia civil y el secretario del Sindicato.

-Vayamos al Bar de Paco “Ramito”, -sugirió el alcalde-. Y para allá se fueron en comisión.

Ese doce de octubre llovía a cántaros en el arroyo del Campo, pero los niños –siempre ajenos a las inclemencias del tiempo- para nada decayeron en su actividad comercial, al revés, era fiesta y tocaba divertirse. Inventaron un juego que consistía en dejar en el suelo una cantidad de SANTOS igualitaria para cada jugador, después se tiraban otros contra una pared, y el que lograba que estos últimos, en su caída, se posaran encima de los que estaban en tierra, se adueñaba del dinero del competidor cuyo santo quedaba debajo: claro es, había nacido también el juego, el casino, la codicia.

Mu buenas tardes,

……por poco tiempo, pero continuará……

……continuación……

SIETE,

Pero el dinero cada vez estaba peor repartido, tanto el niño ladronzuelo como el niño dictador atesoraban el noventa por cierto de todo el circulante, porque el billete que más valía –la bandera de España- era casi de su exclusividad y lo tenían a buen recaudo en improvisados zulos disimulados en sus respectivos corrales a manera de verdaderas cajas de seguridad bancarias; y el diez por ciento restante de la tesorería en que se habían convertido los SANTOS, estas migajas, se repartía entre el noventa por ciento de la población infantil y también de manera muy desigual.

Este injusto e invertido reparto de la “riqueza” se hizo insufrible cuando comenzaron las luchas por acaparar el exiguo diez por ciento con el que se tenía que contentar casi todo el pueblo infantil. Estas migajas –a su vez- estaban también mal repartidas: los más allegados a los jefes, como una privilegiada clase media-alta, se las apañaron para acaparar una cantidad nada desdeñable de SANTOS, surgiendo así una pobreza rayana en la indigencia que era común a la inmensa mayoría de jabeñitos/as: comenzaron las discusiones, el transfuguismo, las traiciones, las revueltas y peleas, y este mundo codicioso de los SANTOS comenzaba a embarrancar en el fango de la injusticia: el dinero, tan mal repartido, daba prestigio a los que más tenían –que eran los menos y los más desalmados- mientras que al resto, que era casi el todo, se vio abocado a una crisis que sólo les producía incertidumbre, miedo e infelicidad. Estaban realmente convencidos de que el dinero, el acaparar SANTOS, era lo que les elevaba al triunfo y al éxito, lo que les llevaba a conseguir esa novieta preciosa que anhelaban, ese prestigio social dentro de aquella sociedad tan injusta.

A todo esto, monedas como la perra chica, la perra gorda, los dos realillos, incluso alguna peseta rubia, habían caído en el más lejano de los olvidos, como una reliquia que, curiosamente, se empleaba en comprar –exclusivamente y como subrayando el valor superlativo y único de los SANTOS- cajitas de mistos o directamente banderitas en el mercado del Arroyo, esto es, el único dinero que el chiquillerío jabeño entendía como válido realmente para llevarles al éxito (con la merma, por cierto, en los ingreso de caja de los puestos de chuches de Ventura “Yayá”, Eusebio “Almendrita” y la Paca “Evarista”). Y es que, quizá, siendo tan escaso el dinero de los mayores, los niños -ilusionados y creativos- estaban seducidos por la maligna persuasión de que el éxito consistía en acumular dinero –del tipo que fuere- y guardarlo, o sea, en acumular SANTOS (su auténtico dinero), en sumar riqueza propia.

Buenos días al jabeñerío,

….. continuará, pero por un rato ná más…..
(parir tós los días un cacho, me está costando, ehh!).
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
OCHO,

….. continuación……..

Pero poco a poco, la alegría en el Arroyo del Campo se tornaba en tristeza y la actividad comercial de los SANTOS languidecía. Una niña monísima de once añitos, novieta del sobrino de la empleada del estanco, pasó las pasaderas del arroyo y se puso a favor del lado contrario; en esta ocasión hubo aplausos por parte de los que la recibieron pero no hubo abucheos ni insultos por parte de los agraviados: un mal presagio de lo que les esperaba a los que gobernaban los ... (ver texto completo)