A un amigo
No estoy acostumbrado a pedir mucho,
aunque esa intención cambia poco o nada,
deseo sea bien interpretada
mantengo la ilusión, por ella lucho.
.
Es un día especial, por eso invito
a sentarte conmigo aquí, en mi mesa,
levar la amistad a quien bien se expresa
repartir alegrías, me permito.
.
Hoy yo seré un mañana, alegre espero,
seré un tardío obsequio que estremece,
porque aunque tú no estés serás al lado.
Un corazón sencillo y duradero
que con tanta ilusión siempre la ofrece,
mis versos no se habrán traspapelado.
No estoy acostumbrado a pedir mucho,
aunque esa intención cambia poco o nada,
deseo sea bien interpretada
mantengo la ilusión, por ella lucho.
.
Es un día especial, por eso invito
a sentarte conmigo aquí, en mi mesa,
levar la amistad a quien bien se expresa
repartir alegrías, me permito.
.
Hoy yo seré un mañana, alegre espero,
seré un tardío obsequio que estremece,
porque aunque tú no estés serás al lado.
Un corazón sencillo y duradero
que con tanta ilusión siempre la ofrece,
mis versos no se habrán traspapelado.
LAS GRULLAS
Con este calor que estos días acampa en el pueblo, me acuerdo más de los últimos días de frío, aquellos donde la primavera pide paso.
Ya casi tocamos la primavera con las manos, decía el tío Leandro a la vez que las refregaba una y otra vez para quitarse el frío. Lo anuncian en estos días de febrero, la llegada de las grullas, al verlas, me vienen a la memoria los recuerdos de antaño, de allá cuando las noches frías se apagaban a la vez que las brasas de la chimenea, muchas veces, entre vientos y el silencio de escarcha.
Una de aquellas noches se había acercado hasta el cortijo ese vecino de Zarza, el tío Leandro. Toda su vida había sido de oficio pastor, era un hombre charlatán y dicharachero como pocos, pero también embustero como él solo. No se sabía nunca si lo que contaba era verdad o mentira, pues tanto lo uno como lo otro lo hacía con total naturalidad; mentía hasta en lo más insignificante, pero lo hacía sólo con la intención de entretener, no con la de engañar. En cualquier caso, tal era su afición a la narrativa, que es muy posible que hasta él mismo creía sus mentiras.
A los muchachos nos daba igual, seguíamos sus historias con mucha atención, arrimándonos cada vez más a las brasas, a medida que estas se apagaban. muchas veces, de la risa nos llevaba al miedo; entonces bajaba la voz hasta llegar al susurro, porque ya sabía que nos tenía atrapado en sus redes, bajaba la voz y hasta miraba a la puerta desconfiado, como si alguien que no debiera, nos pudiera estar escuchando. Y en esos momentos del relato aparecían, según el caso, todo un repertorio de malvados que tenían por costumbre de tomar a la muchachada como objetivo de sus hechos.
Nada más clarear la mañana de ese mismo día, en el cielo se habían dejado ver las primeras grullas. Al pasar la primera escuadra, en perfecta formación, dibujaban en el cielo una “uve” perfecta, moviendo sus grandes alas y soplando sus trompetas el conocido “kru-kru-kru”.
“ya estaba aquí el buen tiempo para el pastor”. El campesino sabe que la llegada de las grullas anuncia el buen tiempo, frio en época de frío y las lluvias a su tiempo.
Nos contó Tío Leandro que las grullas cuando llega la noche se vuelven rojas de las patas a la cabeza, y que andan toda la noche soñando despiertas, penando las culpas de no sé qué almas que no encontraban su descanso después de la muerte, y que por eso, en sus vuelos de día, soplaban fuerte las trompetas, el cantar del “kru-kru-kru” para olvidarse de la pesadilla de la noche, y que todos los pájaros conocen el sufrimiento de las grullas, como también sabe que cuando la urraca “jurrea” cerca está la zorra, o que la abubilla pregona con su incesante “bu-bu” que hay paz en el campo.
Habéis de saber, nos decía Tío Leandro, que los pájaros tenían su idioma, que hablaban unos con otros como los hombres, pero que las grullas eran diferentes, y en vez de hablar entre ellas, pregonaban al viento las penas de las almas errantes, y contaban sus sueños de cuando se volvían rojas por la noche, y en sus conciencias cargaban los horrores de los penantes.
Por supuesto que no dormí aquella noche, ni tampoco la siguiente. El poco tiempo que lo hacía, soñaba con las grullas que se volvían rojas al oscurecer, cuando estaban poseídas por las almas en pena, sin remedio alguno, noche tras noche, y quizás hasta el final de los tiempos.
A la tarde siguiente me acerqué al pantanal. No encontré en las grullas nada que no hubiera visto antes; eran como siempre, por lo que pensé que el tío Leandro nos había colocado otra trola de las suyas para meternos el miedo en el cuerpo. Pero la niñez, no se dé donde saqué el valor, y sin pensar en las consecuencias decidí esperar a la noche. Pero por si acaso esta vez tío Leandro hubiera dicho la verdad, busqué un buen escondrijo, la encina más alta del paraje, por aquello de poner tierra, mejor dicho, aire de por medio; me costó Dios y ayuda, pero la pericia adquirida en la cata de nidos de rabilargos bastó para que pudiera encaramarme en lo más alto.
No tuve que esperar mucho. Cuando la luz se fue tras el castillo, unas sombras salieron de entre las breñas camino del encinar, donde yo me había refugiado. ¡Dios mío! El tío Leandro por una vez en su vida había dicho la verdad ¡Y tenía que ser ésta! Las grullas rojas estaban allí, pero ya no eran ni rojas ni grullas, sólo sombras fantasmales de almas en pena.
El miedo se apoderó de mí e hizo presa en mi dentadura que se fue por su cuenta tableteando más que una cigüeña en celo. Instintivamente rezaba todo el santoral que sabía, para que aquello fuera una pesadilla, y caso contrario que las parramantas pasaran de largo sin fijarse en el mochuelo de la encina.
Pero de nada valieron mis rezos y las grullas rojas llegaron hasta las encinas a las que vareaban con sus largas patas para luego picotear las bellotas que caían al suelo. De esto no dijo nada Tío Leandro, de esa afición por las bellotas de las almas en pena, como si no hubiera día para tal menester.
Una de las grullas se acercó hasta mi escondite, entonces mis dientes aceleraron aún más su ya molesto resonar y para que no me delataran, de un bocado los clavé en la rama donde me sujetaba y así me quedé como un cáncamo hasta que sonó un silbido y todas las grullas se marcharon como habían venido, sin hacer ruido. ¡Ya lo harían con sus flautas por la mañana! la cobardía, es mala consejera para renunciar a la fantasía, y en ellas andaba cuando aparecieron las primeras sombras.
Escuché unos ladridos y unas voces lejanas. Entonces caí en la cuenta ¡Me estaban buscando! No alargo más explicaciones, pero dormí más caliente de lo habitual, y eso que no me arrimaron más manta que la de siempre.
Esa noche no sé si dormí soñando o soñé despierto. Soñé
con el sueño de las grullas rojas que se transformaban en almas errantes, condenadas a vagar hasta que penaran su culpa. Pero en mis sueños no eran grullas, eran parramantas con caras y rostros, ¡que yo conocía!. Nunca lo hablé con nadie ni lo que había visto y ni lo que había soñado, ni siquiera cuando supe, ya pasados los años, que el hambre obligó a muchos de mi pueblo a robar las bellotas.
No sé lo que pasó aquella noche, pero para mí siempre será el sueño de las grullas rojas lo que viví en el encinar.
Grullas cargando con penas ajenas, soñando toda la noche los crímenes de otros y por ello cuando llega el día, hacen resonar sus flautas para olvidar la noche.
Con este calor que estos días acampa en el pueblo, me acuerdo más de los últimos días de frío, aquellos donde la primavera pide paso.
Ya casi tocamos la primavera con las manos, decía el tío Leandro a la vez que las refregaba una y otra vez para quitarse el frío. Lo anuncian en estos días de febrero, la llegada de las grullas, al verlas, me vienen a la memoria los recuerdos de antaño, de allá cuando las noches frías se apagaban a la vez que las brasas de la chimenea, muchas veces, entre vientos y el silencio de escarcha.
Una de aquellas noches se había acercado hasta el cortijo ese vecino de Zarza, el tío Leandro. Toda su vida había sido de oficio pastor, era un hombre charlatán y dicharachero como pocos, pero también embustero como él solo. No se sabía nunca si lo que contaba era verdad o mentira, pues tanto lo uno como lo otro lo hacía con total naturalidad; mentía hasta en lo más insignificante, pero lo hacía sólo con la intención de entretener, no con la de engañar. En cualquier caso, tal era su afición a la narrativa, que es muy posible que hasta él mismo creía sus mentiras.
A los muchachos nos daba igual, seguíamos sus historias con mucha atención, arrimándonos cada vez más a las brasas, a medida que estas se apagaban. muchas veces, de la risa nos llevaba al miedo; entonces bajaba la voz hasta llegar al susurro, porque ya sabía que nos tenía atrapado en sus redes, bajaba la voz y hasta miraba a la puerta desconfiado, como si alguien que no debiera, nos pudiera estar escuchando. Y en esos momentos del relato aparecían, según el caso, todo un repertorio de malvados que tenían por costumbre de tomar a la muchachada como objetivo de sus hechos.
Nada más clarear la mañana de ese mismo día, en el cielo se habían dejado ver las primeras grullas. Al pasar la primera escuadra, en perfecta formación, dibujaban en el cielo una “uve” perfecta, moviendo sus grandes alas y soplando sus trompetas el conocido “kru-kru-kru”.
“ya estaba aquí el buen tiempo para el pastor”. El campesino sabe que la llegada de las grullas anuncia el buen tiempo, frio en época de frío y las lluvias a su tiempo.
Nos contó Tío Leandro que las grullas cuando llega la noche se vuelven rojas de las patas a la cabeza, y que andan toda la noche soñando despiertas, penando las culpas de no sé qué almas que no encontraban su descanso después de la muerte, y que por eso, en sus vuelos de día, soplaban fuerte las trompetas, el cantar del “kru-kru-kru” para olvidarse de la pesadilla de la noche, y que todos los pájaros conocen el sufrimiento de las grullas, como también sabe que cuando la urraca “jurrea” cerca está la zorra, o que la abubilla pregona con su incesante “bu-bu” que hay paz en el campo.
Habéis de saber, nos decía Tío Leandro, que los pájaros tenían su idioma, que hablaban unos con otros como los hombres, pero que las grullas eran diferentes, y en vez de hablar entre ellas, pregonaban al viento las penas de las almas errantes, y contaban sus sueños de cuando se volvían rojas por la noche, y en sus conciencias cargaban los horrores de los penantes.
Por supuesto que no dormí aquella noche, ni tampoco la siguiente. El poco tiempo que lo hacía, soñaba con las grullas que se volvían rojas al oscurecer, cuando estaban poseídas por las almas en pena, sin remedio alguno, noche tras noche, y quizás hasta el final de los tiempos.
A la tarde siguiente me acerqué al pantanal. No encontré en las grullas nada que no hubiera visto antes; eran como siempre, por lo que pensé que el tío Leandro nos había colocado otra trola de las suyas para meternos el miedo en el cuerpo. Pero la niñez, no se dé donde saqué el valor, y sin pensar en las consecuencias decidí esperar a la noche. Pero por si acaso esta vez tío Leandro hubiera dicho la verdad, busqué un buen escondrijo, la encina más alta del paraje, por aquello de poner tierra, mejor dicho, aire de por medio; me costó Dios y ayuda, pero la pericia adquirida en la cata de nidos de rabilargos bastó para que pudiera encaramarme en lo más alto.
No tuve que esperar mucho. Cuando la luz se fue tras el castillo, unas sombras salieron de entre las breñas camino del encinar, donde yo me había refugiado. ¡Dios mío! El tío Leandro por una vez en su vida había dicho la verdad ¡Y tenía que ser ésta! Las grullas rojas estaban allí, pero ya no eran ni rojas ni grullas, sólo sombras fantasmales de almas en pena.
El miedo se apoderó de mí e hizo presa en mi dentadura que se fue por su cuenta tableteando más que una cigüeña en celo. Instintivamente rezaba todo el santoral que sabía, para que aquello fuera una pesadilla, y caso contrario que las parramantas pasaran de largo sin fijarse en el mochuelo de la encina.
Pero de nada valieron mis rezos y las grullas rojas llegaron hasta las encinas a las que vareaban con sus largas patas para luego picotear las bellotas que caían al suelo. De esto no dijo nada Tío Leandro, de esa afición por las bellotas de las almas en pena, como si no hubiera día para tal menester.
Una de las grullas se acercó hasta mi escondite, entonces mis dientes aceleraron aún más su ya molesto resonar y para que no me delataran, de un bocado los clavé en la rama donde me sujetaba y así me quedé como un cáncamo hasta que sonó un silbido y todas las grullas se marcharon como habían venido, sin hacer ruido. ¡Ya lo harían con sus flautas por la mañana! la cobardía, es mala consejera para renunciar a la fantasía, y en ellas andaba cuando aparecieron las primeras sombras.
Escuché unos ladridos y unas voces lejanas. Entonces caí en la cuenta ¡Me estaban buscando! No alargo más explicaciones, pero dormí más caliente de lo habitual, y eso que no me arrimaron más manta que la de siempre.
Esa noche no sé si dormí soñando o soñé despierto. Soñé
con el sueño de las grullas rojas que se transformaban en almas errantes, condenadas a vagar hasta que penaran su culpa. Pero en mis sueños no eran grullas, eran parramantas con caras y rostros, ¡que yo conocía!. Nunca lo hablé con nadie ni lo que había visto y ni lo que había soñado, ni siquiera cuando supe, ya pasados los años, que el hambre obligó a muchos de mi pueblo a robar las bellotas.
No sé lo que pasó aquella noche, pero para mí siempre será el sueño de las grullas rojas lo que viví en el encinar.
Grullas cargando con penas ajenas, soñando toda la noche los crímenes de otros y por ello cuando llega el día, hacen resonar sus flautas para olvidar la noche.