Erase una vez un castillo abandonado. Antigua morada de grandes y generosos reyes. Estaba casi derruido, la humedad hacía que las piedras de los muros brillaran ante la tenue luz de algunas antorchas. En una parte recóndita de aquella fortificación prácticamente arruinada, estaba la habitación del príncipe, asegurada dentro de la roca misma de la montaña que le servía de cimientos. Y ahí estaba él, solo, mordisqueando sus furias y resentimientos. El rostro que alguna vez había sido bello estaba lleno de cicatrices, y la crueldad de aquellos ojos era rivalizada únicamente por una sonrisa amargada que le daba ese aspecto tan feroz como nocturno.
El soberano esperaba impaciente la llegada del prisionero. Había sido una larga cacería. Todas la astucia del príncipe (que no era poca) fue necesaria para atrapar a su odiado disidente. Las frenéticas tropas habían acosado a su objetivo desde tiempos que ya no podía ni siquiera recordar. Sin embargo su adversario parecía invencible. De todos los obstáculos que hábilmente le había colocado salía siempre librado misteriosamente.
La corte entera esperaba la acariciada promesa de aquel mercenario: “Yo lo
Mataré”.
El soberano esperaba impaciente la llegada del prisionero. Había sido una larga cacería. Todas la astucia del príncipe (que no era poca) fue necesaria para atrapar a su odiado disidente. Las frenéticas tropas habían acosado a su objetivo desde tiempos que ya no podía ni siquiera recordar. Sin embargo su adversario parecía invencible. De todos los obstáculos que hábilmente le había colocado salía siempre librado misteriosamente.
La corte entera esperaba la acariciada promesa de aquel mercenario: “Yo lo
Mataré”.