Hallábase un niño con sus naricillas pegadas al cristal de la ventana. Había escuchado a la hora de la cena que ya llegaba la Navidad.
—Si estás mucho tiempo con las narices contra el cristal, se te van a quedar heladas —le dijo su mamá, que lo miraba a la vez que hacía las cosas.
—Estoy mirando a ver cuándo llega la Navidad, y no veo nada por ser de noche.
—La Navidad no llega por la calle —le dijo su mamá.
—Entonces, ¿por qué la gente en el pueblo adorna las puertas, ventanas y calles? —preguntó el niño, acercándose a su mamá.
—La Navidad son sensaciones, actitudes, revestidas de una magia especial —le dijo la mamá mientras lo cogía y se sentaba a descansar un poco.
Él la miró fijamente, luego se acurrucó contra el pecho de su mamá y se quedó dormidito.
En sueños, el niño veía que las luces que había visto en las calles, brillaban mucho más que de costumbre. Al mover la suave brisa las guirnaldas, a él se le antojaba ver que en ellas se columpiaban unos angelitos, que inundaban la calle con el sonido de sus cristalinas risas.
Todos los adornos cobraban vida. Unas ovejitas que estaban en una plazuela, felices y contentas, contemplaban a sus corderillos, mientras ellos mordisqueaban algunas hierbas que había en el jardín. El Papá Noel que colgaba de una ventana se balanceaba al ritmo del villancico que cantaba. Aquella cayada con una cinta y luces de colores, en el sueño, a él le parecía toda de caramelo y comenzaba a comérsela.
Su madre sintió el movimiento de los labios del niño; sonrió de satisfacción al pensar que su hijo soñaba que se amamantaba.
En sueños, seguía caminando por las calles hasta llegar donde estaban los Reyes Magos y sus camellos. Se detuvo y se escondió: seguro que estaban mirando dónde vivían los niños, para otro día llevarles los regalos. Mejor que no lo vieran a él, no sea que luego no le llevaran nada.
Después corrió por otras calles, hasta los pinos cercanos a la iglesia. En las ramas de los pinos pudo ver cómo un grupito de ardillas luminosas cantaban, y una de ellas tocaba una zambomba. Él siempre había querido tener una ardilla y también una zambomba.
Se fue por la parte de atrás de la iglesia para sorprender a las ardillas y poder coger una. Primero, por la oscuridad que había, le dio miedo; luego se sorprendió al ver que un zorro, una lechuza, un zagalillo con dos perros —uno de color canela y otro jardo, con un ojo negro y el otro azulado— estaban todos alrededor de una lumbre.
El zorro, que estaba sentado sobre sus patas traseras y llevaba unas lentes casi en las narices, contaba historias de noches muy frías que habían sucedido por Navidades. El perro Canelo, que vio al niño, lo llamó para que se acercara a calentarse y escuchar las historias del señor Raposo; también le ofrecieron castañas que estaban asando a la lumbre.
—Si estás mucho tiempo con las narices contra el cristal, se te van a quedar heladas —le dijo su mamá, que lo miraba a la vez que hacía las cosas.
—Estoy mirando a ver cuándo llega la Navidad, y no veo nada por ser de noche.
—La Navidad no llega por la calle —le dijo su mamá.
—Entonces, ¿por qué la gente en el pueblo adorna las puertas, ventanas y calles? —preguntó el niño, acercándose a su mamá.
—La Navidad son sensaciones, actitudes, revestidas de una magia especial —le dijo la mamá mientras lo cogía y se sentaba a descansar un poco.
Él la miró fijamente, luego se acurrucó contra el pecho de su mamá y se quedó dormidito.
En sueños, el niño veía que las luces que había visto en las calles, brillaban mucho más que de costumbre. Al mover la suave brisa las guirnaldas, a él se le antojaba ver que en ellas se columpiaban unos angelitos, que inundaban la calle con el sonido de sus cristalinas risas.
Todos los adornos cobraban vida. Unas ovejitas que estaban en una plazuela, felices y contentas, contemplaban a sus corderillos, mientras ellos mordisqueaban algunas hierbas que había en el jardín. El Papá Noel que colgaba de una ventana se balanceaba al ritmo del villancico que cantaba. Aquella cayada con una cinta y luces de colores, en el sueño, a él le parecía toda de caramelo y comenzaba a comérsela.
Su madre sintió el movimiento de los labios del niño; sonrió de satisfacción al pensar que su hijo soñaba que se amamantaba.
En sueños, seguía caminando por las calles hasta llegar donde estaban los Reyes Magos y sus camellos. Se detuvo y se escondió: seguro que estaban mirando dónde vivían los niños, para otro día llevarles los regalos. Mejor que no lo vieran a él, no sea que luego no le llevaran nada.
Después corrió por otras calles, hasta los pinos cercanos a la iglesia. En las ramas de los pinos pudo ver cómo un grupito de ardillas luminosas cantaban, y una de ellas tocaba una zambomba. Él siempre había querido tener una ardilla y también una zambomba.
Se fue por la parte de atrás de la iglesia para sorprender a las ardillas y poder coger una. Primero, por la oscuridad que había, le dio miedo; luego se sorprendió al ver que un zorro, una lechuza, un zagalillo con dos perros —uno de color canela y otro jardo, con un ojo negro y el otro azulado— estaban todos alrededor de una lumbre.
El zorro, que estaba sentado sobre sus patas traseras y llevaba unas lentes casi en las narices, contaba historias de noches muy frías que habían sucedido por Navidades. El perro Canelo, que vio al niño, lo llamó para que se acercara a calentarse y escuchar las historias del señor Raposo; también le ofrecieron castañas que estaban asando a la lumbre.
Mensaje
Me gusta
No