PEDROSA DEL REY: RECUERDOS DE MI ADOLESCENCIA II...

RECUERDOS DE MI ADOLESCENCIA II
Los recuerdos de nuestra niñez y adolescencia ahora cuando nos vamos haciendo viejos, se van agrandando. Porque lo que hay en el recuerdo no deja de ser un pequeño paraíso, una película imborrable que podemos repetir cuantas veces queramos en nuestra pantalla interna.
Yo fui un niño grande lleno de curiosidad que aprendía con la observación. A pesar de haber nacido en un pueblo muy pequeño con nueve hermanos, hijo de labradores sin posibilidad de estudios superiores. Allí vivimos felices en una familia humilde pero rica en el cariño y la alegría de vivir.
Quizá esta película de recuerdos, con vívidas imágenes puedan exteriorizarse para relatar cómo era un pueblo de Castilla en los años cincuenta y poco. Sesenta vecinos con familias numerosas y un cura que, chapado a la antigua, dirigía nuestros destinos… Predicaba una represión que nos infundía un temor de poder arder en los infiernos. Una veintena de chicas y chicos que íbamos creciendo, con lógica alegría de vivir en aquellos años juveniles, pero influenciados por aquella religión represora, en la que no se podían tener tentaciones… De jovencitos ya nos alienaban para no tocar nuestro cuerpo, como si de castrados del alma se tratara... El opio de la religión de entonces, nos dejaba huérfanos del placer sexual y, así quedaban en muchos casos a las mujeres para vestir santos. Hermanas, primas y vecinas eran las mozas que formaban un ramillete de la belleza rural, sólo éramos una comunidad de cariño y confianza en la que los chicos respetábamos sin malicia de ninguna clase y, era difícil que surgieran noviazgos.
Las misas en la Iglesia siempre eran pura rutina. Todo lo que decía el cura, se intuía; siempre decía lo mismo, como en los entierros y en los sermones de Semana Santa. (Salvo lo que se escuchaba en la radio, como el sermón de las siete palabras de Valladolid) Un Dios justiciero, que cuando muriéramos, en el juicio final, los buenos para la derecha y los malos a la izquierda. El cielo y el infierno era los lugares prometidos. Todas las mujeres con sus velos negros y cánticos dominicales. Los hombres solíamos subir entre viejos confesionarios una empinada escalera hacia el coro y, a la torre para repicar las campanas. ¡Las campanas!, la música más oída que siempre llamaban para congregarnos en torno al templo obligado. Toques para ir a misa, toques para rezar el rosario. Toques tristes si alguien se moría o, toques alegres para las fiestas del pueblo.
Repicar las campanas era un arte y, competición entre nosotros, pero ya digo que era una llamada para la reunión religiosa en la que el que faltara era motivo de sospecha. Pastorear a un rebaño de fieles era lo habitual en “Las misiones”. Es decir, una vez a año venían unos misioneros al pueblo, los que nos hacían confesar y comulgar. Sus sermones en la Iglesia tenían carácter de una dramatización exagerada. A veces apagaban las luces y, en la oscuridad del templo nos decían cómo sería no tener luz divina en nuestras almas y con el pecado vivir en eterna oscuridad. Alguno se sentía acojonado, mientras las campanas doblaban a muerto. Las misiones te dejaban un poso de temor, más bien un camino vigilado de salvación. La inexorable existencia del Dios padre. No podían caber dudas de fe que se pudieran plantear desde el humanismo. La única teología valida era ésa, la de formarse como buenos cristianos con los únicos y auténticos valores humanos.
Jacinto Herreras Martín