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BLACOS: Ismael, el Rey de la canción del verano...

Ismael, el Rey de la canción del verano

Hay pérdidas que duelen más que el dolor. Desapariciones que en su camino dejan el alma llena de cicatrices, con rasguños que se instalan en las entrañas y se alimentan de nostalgia, de pena y de tristeza eterna. Son los síntomas de una despedida.
Son también el principio de otros muchos sentimientos que me provocan el adiós de mi tío Ismael. Ese Isamel que era como la canción del verano de aquellos agostos interminables, que siempre incluían en su programa un festival internacional de música. Era el rey de aquella canción porque nada más llegar se ponía de moda y tenía el éxito asegurado en cualquier lista de superventas. Su estribillo sonaba con insistencia infinita en cualquier parte del pueblo y a cualquier hora del día o de la noche. Era la canción del verano porque todos poníamos un empeño enorme en aprenderla en cuanto su autor bajaba del 127 blanco, con la risa por bandera, con esa cara cautivadora y con aquella labia del mejor vendedor de colchones valenciano.

Los que teníamos el oído un poco más duro perfeccionábamos las estrofas en aquellos cafés tertulias interminables en el salón de su casa, y a los que Ismael oficiaba como el mejor cheff del amor familiar, ataviado con su camiseta de tirantes, que era la moda, en la que no le cogían todas las estrellas Michelín que había conquistado en nuestros corazones. Al otro lado del ventanal nos miraba como testigo mudo la inmensidad de las Calzadas, ajenas entonces a la demolición que les esperaba a la vuelta del siglo.

La canción del verano era obra de un cantautor avezado que siempre las firmaba de puño y letra. Para encontrar la letra Ismael bebía de esa inspiración constante que nacía en la relación con sus vecinos, con sus amigos o con cualquiera que pasara por allí. Era tan generoso en su cariño que no tenía fronteras. Lo regalaba cada día sin medida ni control, pero siempre le quedaban reservas para el día siguiente, para todos los días del verano. Eso sólo estaba al alcance de la inmensidad de su corazón.

Regalaba cariño a manos llenas, y siempre lo envolvía en papel de seda y le añadía lazos de alegría, de cercania y de ese amor inabarcable que proporcionan personas, que como Ismael, se mueven por la vida a tu lado, siempre a tu lado, aunque no lo veas al volver al vista atrás.

Tampoco la fiesta y el jolgorio tenían secretos para él. Fue pionero en aquellas dianas mínimas acompasadas por el ruido de un palo golpeando una lata, al que muchas veces le ponían los coros su hermano Manolo o su cuñados Ricardo y Antonino. Fue el adalid de las comidas de la plaza, de las cenas de sardinas en las que hacía de Hermanos Calatrava con el Poli, y de las incontables meriendas en el Santo, en la fuente de la Barilengua o a la sombra de la ermita de San Bartolo. Daba igual, no tenía límites. Ismael viajaba con la fiesta en el bolsillo y la servía a la carta. Como aquel día glorioso del Osvaldo Naseiro donde nos reunimos en la boda de su hijo José Mari, el primogénito, en el corazón de la Galicia profunda. Disfrutó y nos hizo disfrutar como solo saben hacerlo los grandes maestros de la humanidad. Fue, y será siempre inolvidable porque resume el mejor ejemplo de esa fibra que une a las familias de verdad.

Su amistad la tenía grabada a sangre y fuego y no se la negaba a nadie y todos le correspondían, en justa reciprocidad. Es la ventaja que tienen los seres de luz que brillan siempre, porque nunca encuentran el momento de pulsar el interruptor.

La plaza de Blacos le reservaba un lugar de honor para bailar con su paciente Aurora. Y bailaban por encima de la edad o de cualquier otro obstáculo. Al final les costaba un poco más cruzar la calle, superar el bordillo y acoplarse al ritmo de la música. Pero no frenaban el ímpetu del Rey de la canción del verano porque siempre viajaba con la maleta llena de melodías. La ilusión y la genéticas les daban fuerzas para pintar el mejor de los pasodobles que le han podido dedicar a Julio Romero de Torres. Y bailaban con una sonrisa envidiable y eternecedora.

Una sonrisa que en estos últimos tiempos aparecía un poco velada por la bruma del olvido. Pero se mantenía en su cara como el auténtico DNI de una persona a la que hemos querido, a la que hemos admirado y la que siempre nos ha emocionado.

Puede que se le olvidara la sonrisa, estoy seguro de que no. Su última alegría se la dieron los suyos, que volaron apresurados hasta la cabecera de su cama para brindarle el mejor de los homenajes. Era un acto sencillo y transparente que hacía justicia a una larga trayectoria de un abuelo cariñoso, dispuesto y entregado. Como antes de eso fue un padre irreprochable, que vivía siempre pendiente de sus hijos, de los que hablaba con el inmenso orgullo de un padre correspondido.

Por eso me gustaría acabar con una frase de su hija Aurora, que puede ser un gran epitafio.

"No ha sufrido y ha vivido 94 años felices"

Gracias, tío. Siempre estarás con nosotros