MALPARTIDA: Capítulo primero...

Capítulo primero
Los dos llevaban blancas camisas con el nombre bordado en hilo de seda azul. Los dos salieron del puerto de Cádiz, los dos portaban nombres con la letra a, los dos partían para no regresar. Eran apenas hombres de pelusas brunas en sus bigotes, de ambos pendía el cabello medio largo, ondulado como el cabello del padre, renegrido como el cabello de la madre. Fueron los dos primeros en emigrar a tierras extrañas para quedarse definitivamente. Las naves partieron, como las de Colón, aunque una mañana de febrero y unos quinientos años después. Al salir de la casa que los había albergado en Malpartida, la que aún está frente a la plaza del pueblo, miraron por última vez los árboles que los habían visto corretear triunfantes o derrotados por el camino del juego, los robles de los que descolgaron las primeras gotas de hielo que fueron golosina de pobre, de campesino, de niños castellanos, salmanquinos desde siempre. Esas añosas encinas fueron una de las pocas cosas comunes que encontraron medio siglo después. Al salir, por el camino del Berrocal y mirar de soslayo las piedras —que anidaban los recuerdos de siglos: el paso de fenicios, celtíberos, cartagineses, primero, y godos, visigodos y árabes después—, la garganta se les hizo una trabazón y no pudieron evitar las lágrimas que le gorgorearon en los labios finos, desmoronados. Sin embargo, no vieron aquellos tiempos de la historia sino los tiempos propios, el paso de sus pasos, de los que quedaban en el pueblo, en el polvo, en el viento de los veranos y el frío abyecto, en los carámbanos como único sabor afable del invierno, el arado de mano pujado por dos bueyes para que el trigo nazca de buena vez, los costales cargados en sus hombros de niños. A Agustín de pronto se le llenaron las fosas nasales con ese olor a azufre de las vertientes, y recordó que no fue a beber de esa agua límpida mas no insípida, no podría regresar. Supersticiones se dijo, y le temblaron los labios.
El camino era pedregoso y de muchas de esas piedras se sostenía el techo de la casa de su padre, el techo del corral marcial, y dividían las parcelas del pueblo en las que algo se podía sembrar. La imagen del irse es una fotografía, un cuento de brevedad y exactitud oriental, una nostalgia. Nunca habían ido más lejos que lo que corresponde a una barraca de teatro. Ir de pueblo en pueblo representando alguna obra corta, un entremés cervantino, algún Lope o Calderón. Aunque a Calixto le gustaba poner en escena las obras de Juan del Encina con tintes corregidas para hacerlas del presente y de Lorca, un joven andaluz del que disfrutaba mucho, obras a veces prohibidas. Agustín tocaba un atabal hecho por Calixto en las tardes de un invierno feroz que les impidió salir por un par de semanas de la casa. Hacía sonar el tamboril cuando la compañía ingresaba en los pueblos encabezando la barraca. Divertido y pícaro con los palillos en cada mano, mirando al resto del mundo para que vieran su habilidad con la música, entraba triunfante. Era delicioso verlo sonreír colmado de dicha. Pues era cierto lo de la armonía, bailaba como un endemoniado y nunca perdía el ritmo. Ha de haber sido por ese andar tamborileando de pueblo en pueblo cuando las fiestas de guardar que el cuerpo se le puso tan armónico. Y en uno de esos andares por los pueblos de alrededor, en Salmoral, fue donde el corazón le dio una señal el día de San Gregorio. El santo llevaba el nombre de un tío y la niña un vestido blanco con enagua almidonada y se le notaban los corpiños estrenados y grandes para portar carne tan incipiente. Los ojos le brillaron con una lumbre que le sería propia con las mujeres de aquella vez y para siempre. Ella sonrió con la cabeza gacha y él le dedicó un redoble especial para hacerle saber que la había visto. Catorce años cargaba Agustín y unos cuantos de esos catorce había golpeando el atabalejo, era un joven atractivo y por los ojos se le escapaban unas chispas volanderas que contagiaban la sonrisa de Lázaro, el de Tormes. Ella tenía doce años, se llamaba Pilar, era una niña de nariz afilada y tez blanca, demasiado blanca y demasiado descarnada. Portaba unos ojos oscuros que a la luz de las lamparitas del carnaval se encendían como estrellas a los lejos y dejaban una estela de ternura como un camino de santos. Las voces del lugar decían que la madre había quedado en cinta en ausencia del hombre que luego le daría su identidad, un sastre de carácter débil, aunque siempre la trató como una hija y le dio todo lo que un padre ha de dar, una mirada atenta, vestimenta de esconder las carnes, un plato de comida y un techo. Era silenciosa como las hojas que caen en septiembre y cuando sentía que Agustín la estaba mirando, el rostro le adquiría los colores de abril y los calores de julio. Una tarde del mismo julio habló con Calixto del tema. Mientras Calixto reparaba una canasta de mimbre al lado del fuego central de la casa, el joven devenido en hombre le confiaba el interés por Pilar y Calixto con la cara de avezado le preguntó, Y cuándo quieres que te acompañe a verla, Pues no sé si tan pronto, padre, Qué, acaso el amor te mete miedo en las tripas, hijo, No, padre, el amor, no, Pilar me estruja el talante. No son de temer las mujeres, Agustín, he tenido dos y las dos han sido casi perfectas, aunque para ser justos, tu madre se acercaba más al cielo que a la tierra y ha de ser por ello que partió temprano. Sonrieron, Calixto le puso la mano en el hombro y le dio una palmadita cariñosa que se llevaría por costumbre genética hasta el fin de los días.
Una semana después, un viernes mientras el sol caía por detrás de las sierras bajas de Malpartida, salieron padre e hijo caminando hasta Salmoral al encuentro de Pilar, padre sastre y madre de misa diaria. Calixto tenía el tranco largo y presuroso y las piernas de Agustín que siempre iban a ser ligeras y fibrosas, estaban como de mimbre, se enredaban en el camino y tropezaban con toda piedra que encontraban los zapatos de guardar. Había lustrado los zapatos de cuero marrón la noche anterior, y los hermanos, mayores y menores, no entendían el apuro por ir a ver a esa niña con las piernas de palo de escoba y los labios enjutos. Sólo Bienvenido que apenas contaba con siete años, le dio un pequeño abrazo de despedida a Agustín como si el hermano se le marchara a la guerra. Calixto lo llevaba casi a la rastra como quien lleva un crío a la escuela. En la entrada del pueblo antes de ingresar en el puente, el padre lo tomó por los hombros y le dijo, Mira, Agustín, esto es cosa seria, si vamos a la casa del sastre, no tienes retorno, hasta el casamiento doy mi palabra, eres joven aún para semejante lazo, hijo. Un silencio de espanto colmó la boca del joven unos segundos, clavaron los ojos el uno en el otro como si estuvieran reconociéndose. Al fin Agustín dijo, Padre, tiene usted razón, vamos a casa que le juego unas partidas de tute cabrero, Vamos, qué joder, me asustaste hombre, creí que te le llevabas al altar a la niña, el sastre había hablado conmigo hace unos días, No me dijo nada de eso, padre; Qué va, ni decírtelo te lo hubieras tomado muy a pecho, No se crea, padre, ya lo había pensado anoche aunque temí que usted se enojara. No, hijo, ten cuidado con confundir responsabilidad con apresuramiento, la responsabilidad de los actos son causa justa, el apresuramiento es causa enjuta. Callaron nuevamente llegaron a la casa del sastre donde Pilar esperaba con cierta premura la visita de ese flaco de pelo negro y ensortijado con el hábito de llevarlo largo. Buen día, sastre, dice mi hijo que es pronto para tomar compromiso, Qué va, yo también lo digo. Se estrecharon las manos y padre e hijo regresaron con la mirada traslúcida de Pilar que los siguió hasta la salida del pueblo. Ella se iba a guardar para él toda la vida. En el camino padre e hijo conversaron de la cosecha que se avecinaba en unos días presurosa, si seguía sin llover el trigo iba a ser frágil. Rieron con algunas ocurrencias de Agustín acerca de los curas y Calixto le prohibió que repitiera lo dicho delante del maestro o del alcaide, que aunque era su primo era hijo de la gran puta. Luego de una pausa el silencio arreció entre vástago y raíz hasta que Agustín preguntó, Oiga, padre, usted, se enamoró de joven, Sí, muy joven era cuando me casé por primera vez. Y tuvo el mismo miedo que yo, No lo sé, pero claro que temí no poder hacer feliz a esa mujer que tanto quise y que tan pronto se fue. Y por qué Felisa no le habla, padre, Bueno, hijo, tu hermana está ofendida porque la dejé de muy niña, lleva un rencor desgarrado dentro y no se le va a sanar nunca, Me deja hablar con ella, padre, No, hijo, ella se va secando por dentro, entonces siempre acuérdate, hijo, la gente cuando se seca por dentro se queda en el camino. Agustín fue quien dio la palmadita característica al padre que se dolía en silencio, la lluvia comenzaba a caer para no parar por una semana. La misma lluvia lenta y castiza que atraviesa Malpartida en días calurosos.