MIS RECUERDOS
En mi lento divagar por los recuerdos de antaño... En estas fechas en que las familias se reúnen en torno a una mesa para celebrar algo quizás heredado más que elegido, me sorprendo mirando lento hacia atrás... A mis ya lejanos años jóvenes y me sorprende cómo ha pasado el tiempo...
En ese divagar mío, me doy cuenta de que los nacidos en las décadas de los cincuenta y sesenta, formamos una generación que ha visto la vida desfilar con una prisa desconocida para nuestros padres. Algo, empujado por cambios tan rápidos, tan vertiginosos, que se sucedieron sin darnos tregua para digerirlos. Entre una infancia en blanco y negro y una madurez en alta definición, hemos cruzado casi sin darnos cuenta de un mundo a otro, cargando en la memoria las viejas certezas mientras aprendíamos, a contrarreloj, a entender las nuevas.
Y es que, los que formamos parte de esa generación, aprendimos desde muy niños a mirar el mundo sin la mediación de una pantalla. Cuando los días eran más largos y las horas se median en risas compartidas, no en relojes digitales ni móviles última generación.
Crecimos en calles que eran refugio y escenario a la vez, donde una bicicleta era pasaporte a la libertad y un simple balón podía reunir a todo el pueblo, e incluso a los de los pueblos cercanos. Somos esa generación, que ha ido demasiado deprisa y no regresará. Una generación, marcada por el ritmo acelerado de los cambios tecnológicos, que conserva en sus recuerdos la autenticidad de una vida compartida sin intermediarios digitales.
La que vivió una infancia en los sesenta... Cuando solo existía una televisión en el teleclub del pueblo y aquellos dos rombos le ponían al señor Román de sobre aviso para echarnos a la calle pues... anunciaban lo prohibido.
Bebíamos refrescos, comíamos pan, y no había niños con sobrepeso. Eran tiempos de mercromina en las rodillas, de juegos interminables y de... bueno, algún intento de beso robado a la vecina de al lado, al bajar cada tarde a por agua con la botija y las herradas a la fuente del pueblo.
En la escuela, los castigos dolían, pero se quedaban entre compañeros: mejor no decir nada en casa, no fuera que además del coscorrón de la maestra, te tocara el de los padres de corretaje.
Éramos los que regresaban andando del colegio, hablando en voz alta o soñando en silencio. Las fotos se tocaban, se olían, se guardaban, aunque estuvieran ya amarillentas por el pasado del tiempo, como tesoros... El tiempo se medía por estaciones: la lluvia servía para saltar charcos por las calles del pueblo, el verano para correr descalzos, el invierno para escuchar historias junto a la hornacha de cada cocina con padres y hermanos... Las canciones se grababan en vinilos rayados, o casetes que hoy, son solo un recuerdo en el baúl donde se guardan los trastos viejos... Cada melodía, cada canción de: los Puntos, Los Diablos, Rafael, Carina o Formula Quinta... quedaba tatuada en la memoria porque, quizás no existía el botón de repetir.
Fuimos la generación que aprendió el valor del respeto mirando a los mayores a los ojos, que entendió la dignidad como una herencia silenciosa y la amistad como un pacto inviolable. Crecimos con menos cosas, pero con más vida. Nos hicimos adultos, sin renunciar al eco de aquellos días sencillos, cuando ser niño era un derecho y soñar no tenía fecha de caducidad.
Jugábamos sin descanso, y para calmar la sed, bastaba con beber del pitorro de la botija o, si había despiste, de la bota de vino del padre... Raspones en las rodillas, polvo en la ropa, dos sacudidas con la mano y seguir adelante... Éramos libres, aunque entonces no lo supiéramos. Fuimos felices aunque hoy nos parezca raro, y eso nadie podrá arrebatárnoslo.
Luego, pasamos por esa, más o menos rápida juventud de los ochenta... Una juventud animada por la música de las discotecas, Di´Pos o el 003. Cuando la libertad no necesitaba móviles, y las cabinas de teléfono te esperaban en las esquinas del pueblo.
Si hubiéramos tenido móviles, internet, redes sociales y todas las comodidades de hoy... ¿Habríamos dejado todo eso de lado para salir corriendo a la calle o al pueblo vecino con los amigos?. ¿O tal vez, le hubiéramos hecho una videollamada aunque la cobertura móvil no fuera muy amplia?.
Sí, con aquellos amigos y amigas de toda la vida, que montados en un sencillo Seat Ciento Veintisiete, o Renault Cinco compartíamos, alegrías seis o siete personas rumbo a las discotecas de Saldaña, Guardo o Carrión de los Condes... Tal vez no tuvimos mucho, pero aprendimos a disfrutar lo esencial: un baile, más o menos agarrado con la mocita que te gustaba aunque no te hiciera mucho caso... La sonrisa compartida, una platica mas o menos larga y seguir adelante. No fue una elección, fue nuestra realidad. Y en ella, descubrimos la riqueza de lo simple.
Hoy, no regreses al lugar donde un día fuiste más o menos feliz, tratando de revivir esos recuerdos... Es la trampa de la melancolía: todo habrá cambiado… incluso tú. No busques los mismos paisajes ni a las mismas personas, porque el tiempo juega sucio y deshace lo que un día nos hizo sonreír. Guárdalo en la memoria tal como fue, pero no regreses buscando lo que ya pertenece al ayer. A tu ayer...
Y sin embargo, a pesar de los pesares, no dejes que la nostalgia te nuble. La vida continúa, con nuevos caminos por andar, nuevos lugares que descubrir y nuevas personas esperando encontrarte. Aunque sea, a bordo de un viejo autobús del inserto o entre risas del club de los sesenta, que ya nos va quedando cada vez más lejos, aún quedan horizontes por alcanzar y motivos para seguir soñando aunque los años inexorablemente vayan pasando...
JMGG
En mi lento divagar por los recuerdos de antaño... En estas fechas en que las familias se reúnen en torno a una mesa para celebrar algo quizás heredado más que elegido, me sorprendo mirando lento hacia atrás... A mis ya lejanos años jóvenes y me sorprende cómo ha pasado el tiempo...
En ese divagar mío, me doy cuenta de que los nacidos en las décadas de los cincuenta y sesenta, formamos una generación que ha visto la vida desfilar con una prisa desconocida para nuestros padres. Algo, empujado por cambios tan rápidos, tan vertiginosos, que se sucedieron sin darnos tregua para digerirlos. Entre una infancia en blanco y negro y una madurez en alta definición, hemos cruzado casi sin darnos cuenta de un mundo a otro, cargando en la memoria las viejas certezas mientras aprendíamos, a contrarreloj, a entender las nuevas.
Y es que, los que formamos parte de esa generación, aprendimos desde muy niños a mirar el mundo sin la mediación de una pantalla. Cuando los días eran más largos y las horas se median en risas compartidas, no en relojes digitales ni móviles última generación.
Crecimos en calles que eran refugio y escenario a la vez, donde una bicicleta era pasaporte a la libertad y un simple balón podía reunir a todo el pueblo, e incluso a los de los pueblos cercanos. Somos esa generación, que ha ido demasiado deprisa y no regresará. Una generación, marcada por el ritmo acelerado de los cambios tecnológicos, que conserva en sus recuerdos la autenticidad de una vida compartida sin intermediarios digitales.
La que vivió una infancia en los sesenta... Cuando solo existía una televisión en el teleclub del pueblo y aquellos dos rombos le ponían al señor Román de sobre aviso para echarnos a la calle pues... anunciaban lo prohibido.
Bebíamos refrescos, comíamos pan, y no había niños con sobrepeso. Eran tiempos de mercromina en las rodillas, de juegos interminables y de... bueno, algún intento de beso robado a la vecina de al lado, al bajar cada tarde a por agua con la botija y las herradas a la fuente del pueblo.
En la escuela, los castigos dolían, pero se quedaban entre compañeros: mejor no decir nada en casa, no fuera que además del coscorrón de la maestra, te tocara el de los padres de corretaje.
Éramos los que regresaban andando del colegio, hablando en voz alta o soñando en silencio. Las fotos se tocaban, se olían, se guardaban, aunque estuvieran ya amarillentas por el pasado del tiempo, como tesoros... El tiempo se medía por estaciones: la lluvia servía para saltar charcos por las calles del pueblo, el verano para correr descalzos, el invierno para escuchar historias junto a la hornacha de cada cocina con padres y hermanos... Las canciones se grababan en vinilos rayados, o casetes que hoy, son solo un recuerdo en el baúl donde se guardan los trastos viejos... Cada melodía, cada canción de: los Puntos, Los Diablos, Rafael, Carina o Formula Quinta... quedaba tatuada en la memoria porque, quizás no existía el botón de repetir.
Fuimos la generación que aprendió el valor del respeto mirando a los mayores a los ojos, que entendió la dignidad como una herencia silenciosa y la amistad como un pacto inviolable. Crecimos con menos cosas, pero con más vida. Nos hicimos adultos, sin renunciar al eco de aquellos días sencillos, cuando ser niño era un derecho y soñar no tenía fecha de caducidad.
Jugábamos sin descanso, y para calmar la sed, bastaba con beber del pitorro de la botija o, si había despiste, de la bota de vino del padre... Raspones en las rodillas, polvo en la ropa, dos sacudidas con la mano y seguir adelante... Éramos libres, aunque entonces no lo supiéramos. Fuimos felices aunque hoy nos parezca raro, y eso nadie podrá arrebatárnoslo.
Luego, pasamos por esa, más o menos rápida juventud de los ochenta... Una juventud animada por la música de las discotecas, Di´Pos o el 003. Cuando la libertad no necesitaba móviles, y las cabinas de teléfono te esperaban en las esquinas del pueblo.
Si hubiéramos tenido móviles, internet, redes sociales y todas las comodidades de hoy... ¿Habríamos dejado todo eso de lado para salir corriendo a la calle o al pueblo vecino con los amigos?. ¿O tal vez, le hubiéramos hecho una videollamada aunque la cobertura móvil no fuera muy amplia?.
Sí, con aquellos amigos y amigas de toda la vida, que montados en un sencillo Seat Ciento Veintisiete, o Renault Cinco compartíamos, alegrías seis o siete personas rumbo a las discotecas de Saldaña, Guardo o Carrión de los Condes... Tal vez no tuvimos mucho, pero aprendimos a disfrutar lo esencial: un baile, más o menos agarrado con la mocita que te gustaba aunque no te hiciera mucho caso... La sonrisa compartida, una platica mas o menos larga y seguir adelante. No fue una elección, fue nuestra realidad. Y en ella, descubrimos la riqueza de lo simple.
Hoy, no regreses al lugar donde un día fuiste más o menos feliz, tratando de revivir esos recuerdos... Es la trampa de la melancolía: todo habrá cambiado… incluso tú. No busques los mismos paisajes ni a las mismas personas, porque el tiempo juega sucio y deshace lo que un día nos hizo sonreír. Guárdalo en la memoria tal como fue, pero no regreses buscando lo que ya pertenece al ayer. A tu ayer...
Y sin embargo, a pesar de los pesares, no dejes que la nostalgia te nuble. La vida continúa, con nuevos caminos por andar, nuevos lugares que descubrir y nuevas personas esperando encontrarte. Aunque sea, a bordo de un viejo autobús del inserto o entre risas del club de los sesenta, que ya nos va quedando cada vez más lejos, aún quedan horizontes por alcanzar y motivos para seguir soñando aunque los años inexorablemente vayan pasando...
JMGG