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VALCABADILLO: UNA TRISTE REALIDAD...

UNA TRISTE REALIDAD

Pasó julio, agosto terminó, y con septiembre se fueron también, aunque metafóricamente, sus últimas luces. Todo ha cambiado en apenas días en el medio rural. Es una realidad que se siente en cada rincón de los pequeños pueblos del norte de Palencia, y que en la comarca de Saldaña se hace aún más evidente y dolorosa.
Como cada semana, he regresado a mi pueblo y me encuentro con una realidad que duele: mi pueblo se muere, se apaga en la espera. En sus calles, solo queda esa huella invisible de los recuerdos. El murmullo lejano de los días pasados, de las fiestas patronales, de las reuniones en la calle... La nostalgia de lo que fue y ya no es.
Contemplo tristemente, que el bullicio del verano se desvanece con la llegada del otoño... Ya no se escuchan voces infantiles cruzando la plaza, ni se ven coches aparcados junto a cada puerta. Las persianas vuelven a bajar y las calles que, aunque fuera por unos pocos días fueron gritos y risas hoy, se convierten solo en silencio y un hipotético eco de voces en la lejanía. Se ha marchado el sol de agosto y de septiembre, llevándose consigo las voces infantiles y el calor prestado de aquellos amigos, que un día nos dieron compañía.
Es un ciclo, que cada año, se repite cuando en nuestros pueblos pasa la festividad de la Virgen del Valle... En estas pequeñas localidades de la Valdecuriada, de la Vega del Carrión, del pequeño Valle del Ucieza, de la loma... solo queda el olvido, el lento desgarro de una tierra que resiste, que aguanta... Pero que a pesar de las sombras, con que se la quiera pintar, siempre se añora.
Entre las paredes viejas y los campos que, tercos vuelven a sembrar esperanza... Y aunque haya que rezar a todos los santos milagreros de antaño, nos regresan los recuerdos como un hilo frágil que enlaza el pasado con el presente. Mientras... el futuro se desvanece detrás de la bruma del abandono al que están sometidos estos pequeños pueblos del medio rural.
Recorro despacio, las calles de mi pueblo. Camino solo, como quien se adentra en un camposanto de memorias y recuerdos, donde cada piedra y cada esquina murmuran lo que fue y lo que es... El sonido de mis pasos, se funde con el temblor secreto de lo que no hace mucho, fue vida bulliciosa en estas calles... Las ventanas cerradas, observan como ojos cansados el lento desfile de un visitante que quizás, sólo la memoria re-conoce. Las casas, en verano vivas, ya no respiran; sus ventanas son ojos ciegos y sus puertas, labios sellados sobre historias que el viento ya no sabe contar.
Cuento en silencio, los umbrales que aún guardan un latido y el corazón se me encoge... porque son muchas menos que las que veo cerradas. Esperan otro verano, otra oportunidad... Tras cada puerta cerrada, una historia que ya nadie cuenta, en cada ventana con la persiana bajada, una mirada extinguida.
Las fachadas, gastadas por el sol y las lluvias, custodian historias que ya no tienen testigos, pero que persisten en el aire flotando en el silencio tibio del atardecer. En cada esquina, un eco: la risa apagada de un niño, el murmullo de una promesa olvidada, el suspiro de una despedida que nunca terminó de irse. Bajo mis pies, el cemento frío de la calle sostiene el peso de tantas ausencias.
La certeza obstinada de lo que aún queda por recordar... De aquello que, quizás, ya nadie volverá a nombrar hasta el próximo verano pero que, sigue sin duda, latiendo en la esperanza de todos
... En los viejos caminos, donde el verano era un eco de movimiento, de risas y ladridos, solo me he cruzado con un vecino. Habla, con torpe ternura, a un perro que ni siquiera lo escucha... Como si en ese diálogo imposible se resumiera toda la soledad del lugar.
Solo el rugido de un imponente tractor cargado de caballos y modernidad hiere el polvo que un día besaron las lentas ruedas del carro de mi padre, cargado con el oro de las mieses para ser trilladas en las eras del medio. Ese sonido monótono y repetitivo que hoy, aunque lejano, viene a mi memoria, y que producía el salto de los carros sobre los cantos ro-dados... Los cánticos alegres de ese labrador que quizás, solo con un “orujillo mañanero y unas galletas marías”, saludaba al alba con respeto... Todo esto hoy, son solo recuerdos y sonidos que eran el alma de esta tierra....
Y comprendo entonces, y a poco que le dé vueltas a ya mi avejada cabeza, que mi pueblo no solo se muere. Es un eco, que va de calle en calle, de casa en casa... Una hermosa y triste melodía que, en ese momento, so-lo yo parezco escuchar, pues no hay un alma con quien compartir, aunque solo sea un discreto saludo.
Aquel lugar, aquel pequeño pueblo del norte palentino que, hace muchos, pero que muchos años fue bullicio en la plaza y pan caliente en las manos de las abuelas, es hoy apenas un recuerdo que luce unos días y luego se apaga muy despacio como si, con cada estación, con cada otoño que llega, se despidiera de algo o de alguien invisible, e irremplazable.
Y aun así, por más oscuro y negativo que se pinta el presente, incluso en este silencio denso de cada tarde, hay una belleza antigua que se resiste a morir. En medio de la calma y las puertas cerradas, entre las piedras gastadas y los campos callados, persiste el milagro: cada surco es promesa, cada piedra en los caminos más o menos abandonados es un recuerdo, un lazo que une lo que fuimos y aún somos.
El cariño a la tierra que nos vio nacer, es un ancla invisible, una raíz que sobrevive aunque el futuro se disipe en la niebla del abandono. Porque, aunque todo se apague y nuestra avejada memoria tenga que pelear por no perderse en recuerdos... Solo el amor a nuestras raíces y a esta tierra que nos vio nacer, mantiene viva la llama que el tiempo nunca conseguirá extinguir.
JMGG