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ROSALES: LAS PERAS DEL TIO RESTITUTO...

LAS PERAS DEL TIO RESTITUTO
Corrían los últimos días del mes de septiembre del año 1932, unas ciruelas exquisitas habían madurado, pero sólo el dueño y algunos pájaros las probaron. A mediados de octubre llegaron también las peras, gordas y jugosas, que eran el deseo de todos los niños y niñas del pueblo y también los mayorcitos soñaban con saborearlas una clara noche de otoño.
Adelina, nieta de Restituto, y Lidia, dos jovencitas de unos 17 y 15 años respectivamente, pasaban todos los días arreando las vacas por el camino y la vista se les escapaba hacía el peral, éste tenía unas peras muy sabrosas y dulces, que ya comenzaban a ponerse amarillas… ¡La boca se les llenó de agua! ¡Se morían de ganas, pero el dueño no les permitía ni siquiera olerlas!
—Hoy, al oscurecer, les hacemos una visita a las peras de mi abuelo, a mi no me deja ni mirarlas —le comentó Adelina a su amiga Lidia.
Lo que no sabían las dos muchachas era que el tío Restitudo, al resguardo de una pared, estaba todas las noches con los dos ojos puestos sobre el peral.
Las sombras de la noche iban cubriendo con su manto oscuro la pequeña aldea. Cuando la visibilidad era escasa, por la calle salpicada de piedras, se acercaron las dos muchachas saboreando ya las deliciosas peras, ellas no pensaban que el tío Restituto estaba al cuidado. Miraron a un lado y a otro del camino, el lugar estaba despejado y nadie las seguía. Abrieron la cancilla del huerto, entraron, y Lidia, más atrevida y ágil, se subió al peral, no le costó mucho, pues ella era una maestra trepando por los troncos de los árboles. Y mi madre se reía cuando le leía esta historia, y añadió: —yo era muy cabrita en mis años jóvenes.
Lidia le tiró un par de peras a Adelina, ésta las cogió al vuelo para que no se dañasen contra las piedras del suelo. Y no le dio tiempo a coger más.
Restituto saltó de su refugio, les comenzó a gritar y tirarles unos soberanos cantazos. Lidia, apoyada en una rama del peral, saltó los dos metros que la separaban del suelo, cayó sobre la mullida tierra del huerto; y las dos muchachas, de un salto, pasaron la pared que separa éste de las huertas de la Manguita.
Las dos chicas cruzaron las linares, como alma que el diablo lleva, sorteando los cantazos que les enviaba el tío Resituto y se refugiaron en el cañal de los Pradicos. Apagaron durante unos minutos el resuello, que no les dejaba hablar ni casi respirar. Sentadas sobre unos peñascos, miraron las deliciosas peras que tenían en las manos, metieron en ellas sus dientes, las saborearon lentamente y se lamentaban no haber cogido por el mismo precio unas pocas más.
A la nieta, no recuerda bien mi madre Lidia, pero su abuelo la pilló y le dio un repaso.
Mi madre, Lidia, corrió una suerte parecida. Restituto, al día siguiente, se encontró con Purifica, eran vecinos, y le contó lo sucedido la noche anterior, cuando él estaba cuidando las peras.
—No te preocupes Restituto. Mi hija me va a oír cuando llegue, a casa ahora está en el prado de Vesadas con las vacas. ¡Ya le quitaré yo las ganas de subir al peral! cuando vuelva, —le dijo Purifica, que siempre les recordaba a sus hijos que no hiciesen daño a nadie.
Y mi madre añadió: —yo también se lo recuerdo a los nietos y nietas, pero éstos no me hacen mucho caso.
Lidia llegó a casa con las vacas. Abrió la puerta y las metió en el corral. Su madre la esperaba y sin preguntar por las peras, le propinó un zurriagazo en la espalda con un fuyaco sin hojas. La hija sólo recibió el primero, la espalda le escocía y no esperó a que llegase un segundo. Abrió la pesada puerta de madera y se escapó hacia el Bailadero.
Poco a poco Purifica, tranquilizada por las palabras de su hijo Honesto, se fue calmando.
Honesto salió a la calle y buscó a su hermana. Ésta se hallaba conversando con Concepción y otras chicas, y le dijo: —Vete a casa, madre ya está más tranquila.
Lidia, después de unos angustiosos minutos, pues sintió mucho darle un disgusto a su madre, a la que quería con toda el alma, volvió a casa y con dulces y tiernas palabras le prometió a su madre no hacerlo más veces. Y ésta la perdonó. Y Purifica sintió en sus propias carnes el daño que le había hecho a su hija con el zurriago.
Este incidente no le hizo pensar las cosas dos veces a mi madre. Ella, con otras chicas y chicos de Rosales, en varias ocasiones continuaron visitando las ciruelas, los nisos, las peras, las manzanas… de otros vecinos. No creo que estos muchachos y muchachas fuesen movidos por el hambre; más bien, los empujaba la satisfacción personal de gastar una pesada broma a los vecinos poco generosos.
FUENTE JOSE Y SANTIAGO OTERO DIEZ
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Hola Dany,

gracias por la historia. Tendré que poner la foto de alguno de los protagonistas:-)

Ana