MANZANEDA DE OMAÑA: Los días anteriores a la excursión salíamos los chavales...

En varios escritos he hecho referencia a las truchas del río Omaña, esos seres acuáticos tan esquivos como hermosos a los que nuestro sentido de propiedad les costaba muy caro pues terminaban pasadas por la sartén. Pero pocos sabrán que además de truchas, algún barbo, renacuajos, culebras, ratas de agua (así llamábamos al desmán ibérico), nutrias y otros especímenes, alguna vez hubo cangrejos.

Desde joven mi padre estuvo familiarizado con la técnica de la pesca del cangrejo de río, en el Valderaduey de su tierra natal. Mientras vivimos en Roa de Duero, recuerdo que algún domingo íbamos a pescar cangrejos en los ribazos del Duero. Ya en Villablino el cartero de Mora de Luna, pueblo siguiente a Los Barrios de Luna aguas abajo del pantano, le había dicho a mi padre que en el río Luna había cangrejos. Fue una sorpresa pues nunca habíamos oído hablar de ello ni podíamos imaginar que en un río de montaña hubiera este preciado crustáceo. El pantano que regulaba el cauce había amansado sus aguas y templado los fríos que arrastraban de las cumbres babianas. No se en base a qué, pero algunos decían que al pasar por las turbinas de la central el agua se calentaba. Todo ello parece que facilitó que el río se llenara de cangrejos, que suelen habitar aguas más mansas y templadas.

La noticia despertó el antiguo interés de mi padre por esta especie, de forma que un buen día nos fuimos los dos en el autobús de Babia hasta Mora. Aún recuerdo que dormimos en casa del cartero, los dos en calzoncillos en una cama de matrimonio, en una situación de familiaridad con mi padre poco usual. Madrugamos y el cartero nos fue indicando los mejores echaderos donde asentar los reteles, casi siempre en zonas del río fuera del curso principal donde el agua estaba más detenida. La pesca se nos dio tan bien y los cangrejos eran tan hermosos que decidimos que habría que repetir la experiencia a menudo.

Cada año aprovechábamos el concurrido veraneo en Vegarienza para la excursión cangrejera a Mora, adonde nos íbamos grandes y pequeños armados de ocho o diez reteles, dos o tres palos terminados en forqueta para echarlos en el río y recogerlos y una buena merienda con la que reponer fuerzas a lo largo del día. Todos participábamos en vigilar los reteles para ver si había cangrejos y era necesario calmar a los más impacientes, que casi siempre eran los que participaban por primera vez, para que dieran tiempo a los cangrejos a subirse en los reteles a comer el cebo.

Y es que a los cangrejos había que ponerles en los reteles algún cebo verosímil y que estuvieran acostumbrados a comer. Nada mejor que las ranas y los pájaros que, pobrecillos, participaban en la cadena depredadora que se ponía en marcha cada vez que decidíamos darnos una panzada de cangrejos. La cosa era más complicada que llenar un bote de morucas escarbando en la huerta o coger marabayos y gusarapas levantando piedras del río para cebo de las truchas, pues los gorriones volaban y las ranas se ocultaban tan pronto te oían acercarte a su charca. Algo tan placentero y simple como disfrutar de un plato de cangrejos con patatas, tenía unos prolegómenos que conocían pocos de los que se sentaban a la mesa a degustarlos. Prolegómenos cruentos y final no más amable.

Los días anteriores a la excursión salíamos los chavales mayores a por ranas y pardales. Escondidos entre los árboles de la huerta con la escopeta de aire comprimido, era relativamente sencillo sorprender a los gorriones mientras andaban por el tejado del pajar a la hora de la siesta, cuando parecían estar medio tontos, y siempre conseguíamos matar tres o cuatro que rodaban como pelotas blandas por las tejas y caían a plomo al suelo. Para redondear el número con alguna rana, nos íbamos al arroyo de Castriello armados de una caña enteriza con unos metros de tanza (nylon) y un trocito de paño rojo atado.

Nos acercábamos cautelosamente a los pozos en que sabíamos que había ranas, acabando siempre en la charca que había entre la llama de Pedro y las de tío Baldomino pues sabíamos que era la más poblada de batracios. A cincuenta metros las oíamos croar sin cesar y, por muy sigilosos que fuéramos, nos recibían dando un salto y metiéndose en el agua tan pronto nos oían llegar. Nos sentábamos a la distancia que nos permitía llegar con la caña hasta el agua y estábamos en silencio hasta que las ranas volvían a salir a la orilla, momento en que empezábamos a pasarles el trapo por delante de sus narices. Cuando alguna mordía la extraña mosca roja, el pescador de turno tiraba de la caña con tanta violencia que solo conseguía elevar a la rana medio metro que enseguida se soltaba del trapo para caer de nuevo al agua. No recuerdo haber pescado más de dos o tres ranas por este procedimiento que exigía más temple que el que nuestra impaciencia nos permitía. Al final era necesario arremangarse y vencer la repugnancia a los innumerables bichos que había en aquellas aguas, y también el miedo a las culebras y salamanquesas que habíamos visto tantas veces en la charca, para intentar cazar a las ranas bajo el fango ferruginoso donde se habían enterrado. Nos costaba trabajo completar con ranas el número de cebos necesarios, uno por retel, pero sabiendo que era el cebo al que los cangrejos no se resistirían aguantábamos lo desagradable de su pesca y el reparo que nos producían aquellas charcas en que había que meterse hasta medio muslo rodeados de bichejos desagradables y hasta peligrosos.

Así como el asunto de los pardales terminaba con un disparo expeditivo, lo de las ranas tenía su trago final. Al igual que en la televisión avisan de la emisión de imágenes crudas, recomiendo al lector sensible saltarse el resto del párrafo. Manteníamos las ranas vivas hasta llegar al río Luna y, antes de colocarlas en el retel, había que despellejarlas para que su olor llegase intenso a los cangrejos. Y como no íbamos a despellejarlas vivas, primero había que matarlas según aprendimos de mi padre. Las cogíamos por las ancas y les golpeábamos la cabeza contra una piedra, hasta que sacaban la lengua por un lado de la boca. Entonces empezábamos a desollarlas con las uñas desde las ancas, tirando de la piel con cuidado. Dábamos la vuelta a la piel sobre el cuerpo de la rana como si fuera un calcetín, para que acabara tapándoles la cabeza, pues se decía que si los cangrejos les veían los ojos no se subían al retel. Creo que era una leyenda, pues las ranas que morían en el río supongo que lo harían con los ojos puestos y los cangrejos terminaban comiéndoselas igual. Pero eso decía la tradición y era un trago pelar las ranitas, pero es que eran tremendamente eficaces atrayendo a los cangrejos que se subían a los reteles para mordisquear el cebo sin pensárselo. A la hora de comer la merienda que nos había preparado mi madre, recuerdo cierta aprensión por el olor que los restos de piel de las ranas me habían dejado entre las uñas. Pero, como los verdugos profesionales, sabíamos sobreponernos a lo rudo de la faena realizada y no recuerdo haber dejado de comerme la merienda ni una sola vez. Los cangrejos comiéndose las ranas del retel y nosotros la merienda que nos habíamos traído, que seguro incluía alguna porción de cualquier animalito asociado a nuestra cadena alimenticia.

Hubo años que llegamos a pescar catorce o quince docenas de cangrejos, algunos de ellos grandes como carabineros, llenando dos cestas de pesca y un saquito de tela azul que humedecíamos para mantenerlos frescos. Bien agrandados con patatas daba suficiente para toda la patulea de gente que nos juntábamos en Vegarienza. En más de una ocasión comentamos lo bueno que sería no tener que desplazarse a Mora de Luna si en el río Omaña hubiera cangrejos. Varias veces hicimos una suelta de cangrejos pensando que podrían encontrar cobijo en los raizones de alisos y chopos del ribazo de la huerta, un tramo de de agua algo remansada por la presa del molino. Escogíamos los más gordos y los dejábamos caer al agua que les arrastraba hasta que llegaban al suelo y les veíamos caminar con dificultad contra corriente y orillándose, buscando el refugio de los raizones. Los días siguientes escudriñábamos incesantemente la orilla de la huerta, esperando ver a los nuevos vecinos que habíamos sembrado en el río como quien siembra patatas. No recuerdo haber visto en los días siguientes un solo cangrejo de los liberados, pero no perdíamos la esperanza de verlos al año siguiente cuando se hubieran reproducido, aunque nadie estaba seguro de haber incluido en la suelta machos y hembras, esperando que la casualidad hubiera suplido nuestra ignorancia como sexadores de cangrejos. Nos confabulábamos para no contárselo a nadie, aunque mejor hubiera sido comentarlo por si a alguien con más juicio se le hubiera ocurrido aconsejarnos que antes de tirarlos al río deberíamos cubrirles con algo de abrigo para aguantar la hipotermia que les mataría si alguna nutria glotona no los encontraba primero. Año tras año repetíamos la repoblación del río Omaña con cangrejos del Luna, sin que hubiera mediado ninguna conclusión o análisis sobre las posibles causas de aquel desinterés de los cangrejos babianos por arraigar en el Omaña.

A los cangrejos que se habían salvado de morir de frio, les esperaba un destino que también tenía que ver con la temperatura y serían sometidos a algunas perrerías consustanciales a la necesidad de la especie humana por alimentarse de otras especies y que aconsejo saltarse a los lectores de espíritu sensible. Antes de echarlos a la cazuela, había que lavarlos bien por fuera y asearlos también por dentro. Como todo bicho viviente, los cangrejos tenían el intestino lleno del subproducto de su atracón de ranas y pardales y como no era cuestión de esperar a que lo evacuasen por la vía natural pues la familia esperaba impaciente para darse el atracón, era necesario “caparlos”. Consistía en quitarles el lóbulo central de su aleta caudal con la que se extraía todo el intestino en forma de hilillo oscuro repleto de mierda de cangrejo. También esto tenía su trago y había que pensar en cosas más agradables mientras repetíamos de forma mecánica aquella operación casi doscientas veces. Y como colofón, de eso se encargaba mi madre, se echaban vivos a una cazuela con agua hirviendo para que no perdieran ni un ápice de su sabor. Enrojecían de inmediato por efecto del calor, aunque hubiera estado justificado que lo hicieran por el odio hacía sus maltratadores.

Tanto los ignorantes del largo proceso necesario para degustar aquel manjar como los que estábamos en el ajo, terminábamos chupándonos los dedos y con los labios escocidos de tanto rechupetear las patas y los caparazones de aquellos maravillosos cangrejos del río Luna. Desgraciadamente para nuestras papilas gustativas y estómagos de sibarita, hubo un momento en que los cangrejos empezaron a aparecer muertos en el río Luna y ya no volvimos a pescarlos. Afortunadamente, dejamos de cometer aquellas “pequeñas tropelías” consustanciales al guiso de cangrejos con patatas. Una cosa por otra.

Algún aficionado a degustar este manjar en la mesa de los restaurantes, pensará que este relato es innecesariamente crudo. Pero los cangrejos que está comiendo seguro tienen detrás un penoso proceso de obtención y elaboración similar al que describo. Podría habérmelo ahorrado al contar la anécdota de que una vez hubo cangrejos en el río Omaña, si, pero no he podido pasar por alto todo lo que llevaba aparejado. Un relato de atrocidades que hacíamos con toda naturalidad, basados en su utilidad y en la costumbre de ser depredadores desde siempre. En cualquier caso, disculpar la aspereza del tema.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Autor: Emilio García de la Calzada

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Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Yo de crio tambien cace muchos pardales.... no con escopeta... no teniamos tanto.... lo haciamos con fordigueras (una especie de trampas que funcionan con el mismo principio que las ratoneras) y con liga, una sustancia pegajosa como chcle que se sacaba de la corteza de un arbol (no recuerdo bien si abedul o olmo).... las ranas, en las mismas pozas donde de hacia ala liga habia infinidad de ranas.... un palo de escoba con un tenedor atado al final.... como si fuera una lanza... mi padre pescaba anguilas ... (ver texto completo)