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MANZANEDA DE OMAÑA: A pesar de la emoción que yo le ponía en cada acecho,...

A pesar de la emoción que yo le ponía en cada acecho, el lobo nunca se presentó. Pero a mí, aquellas esperas me metían más en el cuerpo la aversión hacia el lobo. El lobo en singular, ya que hasta que vi a Félix Rodríguez de la Fuente hablando de las manadas de lobos, siempre me imaginaba encontrándome con un lobo solitario. Uno solo, pero tremendamente fuerte y fiero.

A ese convencimiento de su poder y ferocidad ayudaron mucho los rebaños trashumantes con cientos de ovejas que pasaban todos los años por Vega. En primavera iban hacía el norte y en otoño hacia el sur. Era un auténtico espectáculo que nos entretenía unas cuantas semanas al año. Lo que más me impresionaba eran los enormes perros mastines, con tremendos espolones, que los pastores llevaban para defender las ovejas del lobo. Llevaban unos collares de cuero erizados de puntas, que llamaban carrancas, para que el lobo no pudiera morderles en el cuello y matarles.

Que aquellos mastines, casi tan grandes como un burro, tuvieran que protegerse de aquella manera del lobo, me hacía pensar que el lobo tenia que ser necesariamente muy feroz.

Por culpa del lobo yo pasé mucho miedo. Pero nunca como cuando tuve que ir, con seis o siete años, a cobrar la renta de unas tierras de mi abuelo a Sosas. Iba con la burra por aquel camino tan estrecho, bordeado de árboles y sin cruzarme con un alma, mirando a un lado y a otro del camino y aguzando el oído. Me iba convenciendo que, si salía el lobo, primero empezaría a comerse la burra y, entretanto, yo podría escaparme. Pero no estaba muy seguro de poder correr hasta el primer pueblo antes de que el lobo me alcanzara o que no se me aflojarían las piernas y, entonces, me sería imposible moverme. Cuando pasé por delante del prado de Vegarriondas me acordé de la burra de Benedito y se me pusieron los pelos de punta. Menos mal que enseguida empecé a ver las casas de Sosas y el vello se me volvió a asentar. A la vuelta, la burra iba con tanta prisa para ver al borriquín que habíamos dejado en Vega, que no tuve casi tiempo de pensar en el lobo, ocupado en frenar a la burra, equilibrar las quilmas en las que llevaba el centeno de la renta y en no caerme al suelo con aquel trote alocado (ver post El Milagro).

A pesar de aquel miedo profundo e irracional, pasaron los años sin ver un lobo cerca de mí, salvo aquellos que los cazadores exhibían ya bien muertos. Pero todo nos lo recordaba y, sobre todo, lo que llamaban ciscos de lobo. Eran unas bolitas oscuras que encontrábamos por el campo y que, al abrirlas, soltaban un olor asqueroso y un polvillo que manchaba los dedos. Sabíamos que no tenían nada que ver con el lobo, pero era suficiente verlos para acordarnos de la bestia.

Pero un día, sin yo saberlo, llegó el momento en que el lobo se cruzaría en mi vida.

En Vega, todos los vecinos tenían algunas ovejas. Aprovechaban la lana para tejer prendas de vestir y para renovar los colchones, hacían quesos con la leche y vendían los corderillos que nacían. Eran pocas las ovejas en cada casa como para dedicar a una persona a cuidarlas durante todo el día, por lo que habían establecido un correturnos para que una persona de una casa pastorease las ovejas de todo el pueblo durante dos o tres días hasta que el turno pasaba a la siguiente casa.

Por la mañana todos sacaban sus ovejas cuando el pastor de turno pasaba por delante de la casa arreando las ovejas de las que ya se había hecho cargo. Y cuando las tenía todas, se iba al monte todo el día hasta que, al atardecer, volvía con el rebaño al pueblo y de todas las casas salía una persona para apartar sus ovejas. Las distinguían por unos cortes que les hacían en las orejas, que eran distintos para cada casa.

Normalmente cada oveja sabía que corral le correspondía y todas las de la casa entraban como un torbellino pues les urgía que les ordeñaran o para dar de mamar al corderín. Dentro del corral había una cuadra, que se le solía llamar la corte de las ovejas, donde el dueño las recibía con la puerta abierta lo suficiente como para que solo pudieran entrar de una en una y así contarlas. Rara era la tarde en que en alguna casa no faltaran ovejas que había que ir a buscar por las otras casas del pueblo.

El día a que me refiero, tocaba a la casa del abuelo el turno de pastor de las ovejas. Y como era una tarea menor, yo era el encargado de hacer de pastor. La abuela me preparó la merienda y yo me cogí el libro de Don Camilo que había sacado de la biblioteca de la parroquia y que había empezado a leer hacía un par de días. La tarea de pastor se limitaba a cuidar que las ovejas no entraran en los prados o en los huertos. Cuando estaban ya en el monte, se las dejaba a su libre albedrío para que se dirigieran donde más comida había. Así que me las prometía muy felices con todo el día para mí disfrutando de las aventuras entre el cura don Camilo y el alcalde comunista Peppone.