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MANZANEDA DE OMAÑA: Sin ir tan atrás en el tiempo, también mi tío Emilio...

Sin ir tan atrás en el tiempo, también mi tío Emilio tuvo su historia con los lobos. Parece que había fiesta en el pueblo de Manzaneda y los mozos de Sosas decidieron ir iniciando el camino a media tarde. Mi tío Emilio tuvo que ir a buscar las vacas y, cuando terminó, ya hacía rato que los mozos se habían ido. Comió algo, cogió una cachaba y se marchó camino abajo él solo, decidido a no perderse la fiesta. Cuando iba a la altura del río Rugis, oyó ruido detrás de él y, al volverse, vio que varios lobos iban detrás de él, caminando en fila india a ambos lados del camino, sin prisa y esperando que él tropezase y, ya en el suelo, echársele encima y comérselo en un santiamén. Dio un respingo y empezó a hacerse el valiente golpeando con la cachaba en el suelo y sacudiendo golpes a cada piedra que encontraba en el camino. Cuando llegó a Manzaneda y encontró a sus amigos, se desmayó de tanto miedo como había pasado. Yo me imaginaba en su pellejo y se me ponían los pelos de punta.

Así como en mi época jugábamos a policías y ladrones, mi madre me cuenta que ellos tenían tan metido en el cuerpo el concepto del lobo fuerte y fiero que, en los recreos en la escuela de Sosas, jugaban a los lobos y las ovejas corriendo por las peñas. El paralelismo eran los policías y los lobos como dominadores y los ladrones y las ovejas los sujetos pacientes de sus acciones.

Miedo le teníamos a algunos bichos, siendo la culebra quien se llevaba la palma, aunque solo estábamos alerta dentro del río. Y al tío del saco y al sacauntos (a veces le decían sacamantecas) que podían aparecer cualquier día cuando estuviéramos con las vacas, aunque no supiéramos de ningún caso acaecido por allí cerca. Pero el lobo tenía una presencia casi permanente en nuestras vidas y sabíamos que era real.

Sin duda, el lobo era un animal feroz y dañino y en el ambiente se notaba la inquina que se le tenía, y estaba bien visto perseguirlos y darles caza para que no se comiesen las ovejas. Tanto es así que, de tiempo en tiempo, aparecía por el pueblo algún hombre que había cazado un lobo. Lo exhibía de casa en casa para que le premiaran con algún dinero y, en la taberna de Selima, los parroquianos le invitaban a unos tragos y le jaleaban mientras él les contaba como había sido la caza del lobo, que había dejado a la puerta de la cantina. Los chavales nos acercábamos, temerosos, a una prudente distancia del cuerpo del lobo que, como ya estaba algo tieso, enseñaba todos los dientes y tenía el pelo de punta. Comentábamos lo grandes que eran los dientes y señalábamos por donde creíamos que le habían entrado las postas del disparo del cazador. Automaticamente, se convertía en el tema de conversación de los días siguientes.

Raro era el año que los lobos no se comían alguna oveja del pueblo. Era el enemigo a exterminar y todos los inviernos se intentaba acabar con alguno. Cuando había una nevada grande tenía lugar el acecho del lobo. Yo participé, mejor sería decir que presencié excitado y temeroso, en alguno en los acechos en que solían estar mi tío Pepe, el primo Julio y Genaro el del herrero.

El acecho tenía lugar en la cocina vieja de la casa. En aquella época del año se hacía fuego todas las noches para que el humo y el frío curasen los chorizos, las morcillas y los jamones que colgaban del techo y era el lugar de reunión. La cocina tenía un ventanuco que daba a la carretera desde el que se podía ver la era, el pajar de Urbano y la cuesta de la Era Vieja.

Era una época en que el ganado no salía al campo por culpa de la nieve. Eso significaba que los lobos estaban hambrientos y podían llegar a merodear por las proximidades de las casas buscando algo que comer. Los días que iba a haber luna llena, a última hora de la tarde los cazadores cogían unas vísceras y recorrían la cuesta y la era dejando un rastro de sangre para que su olor llamara la atención de los lobos y los condujera a la pared de la cocina vieja, donde habían clavado las vísceras con un palo.

Después de cenar, cogían la escopeta cargada con cartuchos de postas y se ponían en la cocina vieja a hablar en susurros y a jugar a las cartas. Por turnos vigilaban por el ventanuco. La luz de la luna y la blancura de la nieve hacía que pareciese casi de día. Si el lobo apareciera, su pelo oscuro haría que se dibujase con nitidez sobre la nieve y sería un buen blanco. A través del ventanuco le dispararían tan pronto estuviera a tiro.

Yo escuchaba las historias de lobos que contaban y, poniéndome de puntillas, miraba por el ventanuco por detrás de la cabeza del vigilante de turno. Mi impaciencia crecía por momentos, pensando que de un momento a otro aparecería el lobo.

Lo malo era que a las once me mandaban a la cama por mucho que protestara. Me acostaba vestido por si se escuchaban los tiros y no quería perder un segundo vistiéndome antes de bajar a la cocina vieja. Impepinablemente, esas noches soñaba con los lobos. Por la mañana me despertaba desilusionado por no haber oído el trueno de la escopeta y esperaba a que tío Pepe se levantara para preguntarle.