MANZANEDA DE OMAÑA: Sensación de vergüenza...

Sensación de vergüenza
Publicado el 1 de febrero de 2014 por Emilio G. de la Calzada

Supongo que dejé de mearme en los pañales o los calzoncillos a la misma edad que los demás chavales, pero seguí haciéndolo de vez en cuando en la cama hasta los seis o siete años. Dependía de lo que soñase cada noche y si en el transcurso de la acción que se desarrollaba en el sueño se me ocurría mear o había escenas, como una fuente, con sonido de agua cayendo en forma de chorro. Supongo que el subconsciente me jugaba malas pasadas intercalando en el sueño estas secuencias obedeciendo a un llenado real de mi vejiga. Me despertaba con el calorcillo y cuando la humedad del pis me dejaba empapados el culo y los muslos. Cuando en Vegarienza dormía acompañado por un primo o un hermano, era difícil distinguir quien era el culpable de la meada, pues los dos terminábamos empapados y ambos jurábamos que no habíamos sido, con la esperanza de que el otro también estuviera soñando algo parecido y hubiera sido el causante del percance.

La consecuencia era que al día siguiente mi colchón aparecía en el balcón que daba a la carretera oreándose y luciendo un hermoso rodal amarillento, uno más, y yo era objeto de la burla cruel de los demás chavales de la casa con la consiguiente vergüenza, casi insuperable, y la autoestima por los suelos. Tan frecuentes eran estos accidentes que no se sí alguien ajeno a la casa, viendo el colchón ventilándose tan a menudo en el balcón al pasar por la carretera, fue capaz de distinguir a que infante correspondía cada rodal en la tela del colchón. A mi nunca me dijeron nada en este sentido, pero si era una de mis preocupaciones que en el pueblo supieran que yo era un meón. Aquella falta de habilidad para disociar lo que sucedía en el sueño y mis esfínteres urinarios, fue causa de muchas malas noches. Nada más despertarme meado, me quitaba el pijama colgándolo de los pies de la cama y con el culo al aire iba calentando las partes del colchón que estaban húmedas hasta que se secaban o me quedaba dormido.

Cada meada era un rodal amarillento en la tela del colchón y producía el consiguiente apelmazamiento en la lana de su interior, de forma que a medida que pasaba el tiempo aumentaba la sensación de estar acostado sobre un saco lleno de patatas. Y el único remedio a tanto rodal y apelmazamiento era lavar la lana y la tela, cosa que se hacía en la huerta y a la vista de todos, con lo que volvía a desfilar por delante de los que quisieran verlo la cosecha completa de tus incontinencias. Un rodal, una meada. Otro rodal, otra meada. Total, que pasabas de nuevo todas las vergüenzas diarias en una sola dosis. Solo cabía rezar para que la abuela madrugase y la tela de tu colchón fuera descosida y metida en el río antes que la nube de curiosos ociosos, éramos muchos por allí, aparecieran por la huerta a reírse de tus desdichas. Yo aprovechaba cuando estaba a solas con mi abuela prometiéndole muy zalameramente que la ayudaría mucho el día que decidiera dedicarse a poner orden en mi colchón.

A la mañana siguiente a que ella me anunciara que había llegado el día de borrar mis pecados nocturnos, la esperaba temprano a la puerta de su habitación y la seguía en sus primeros trajines por la cocina para que no se olvidase de que urgía lo de mi colchón y respiraba aliviado cuando me enviaba al desván a por los palos de varear lana. Me mostraba especialmente servicial para ayudar a la abuela a acarrear desde la cocina vieja la caldera de cobre con las trébedes de hierro sobre las que se asentaría encima del fuego y acarreando leña con la que hacer una hoguera. Mientras mi abuela descosía la tela del colchón yo me apresuraba a llenar la caldera con agua del río y achismaba la lumbre para que el agua se calentara rápido. Cuando estaba bien caliente se echaba la lana que presentaba un color rubio de tantas noches incontinentes y se removía con unos palos para ablandarla y eliminar los orines y olores añejos. La lana se ponía a secar al sol y cuando ya estaba seca se colocaba extendida sobre una lona donde la abuela la vareaba a dos manos con las varas flexibles de avellano hasta quedar totalmente suelta por efecto de los varazos simultáneos. Si la abuela descansaba un instante, yo me apresuraba a coger las varas e imitaba su golpeo hasta que ella se desesperaba por lo mal que lo hacía y viendo como desperdigaba los copos de lana, me cogía las varas diciéndome con mal disimulada paciencia “Mira, hay que darle así, ‘a modo‘ “, mientras reiniciaba el vareo que dejaba la lana tan esponjosa que era difícil creer que fuera la misma que había sido asolada por tanta meada. La abuela había tenido tiempo de repasar la tela recién lavada del colchón y yo la ayudaba a rellenar aquel enorme saco con la lana, que a duras penas cabía de tanto como había esponchado (esponjado). La última operación que hacía mi abuela era pasar de lado a lado con unas enormes agujas colchoneras unas cintas por los ojales de la funda del colchón, para que la lana no se desplazara de su sitio. El colchón reconstruido parecía uno de muelles de los de hoy en día y al acostarse en él se tenía la sensación de hacerlo sobre una nube.

Durante todo el proceso de recocido y vareado de la lana me juraba una y mil veces no volverme a mear o que, si no, me la cortaría. Esto no sucedió, lo de dejar de mearme quiero decir, hasta que fui capaz mientras dormía de tener una parte del cerebro vigilante para ordenar a la vejiga no darse por aludida cada vez que mi personaje en el sueño le daba por mear en un árbol. Supongo que esto es madurar. Desde entonces, cual converso, empecé a preocuparme de las meadas de los demás y de estar al tanto de cuando la abuela vareaba colchones ajenos, para hacerle la cuenta de rodales a cada cual.

No sabía yo entonces que la vida discurre, con escasos paréntesis, en una secuencia de incontinencias o descontroles. Con mayor o menor fortuna, a las meadas nocturnas siguen la eyaculación precoz, la “mingición precoz” ya en la edad tardía y alguna que otra incontinencia alimentaria, alcohólica, lúdica o religiosa. A mi últimamente me aqueja la incontinencia verbal, en su versión escrita. Pido disculpas por ello. Y, lo que es peor, ya no tengo abuela que me ayude a varear “a modo” los destrozos de mi desgobierno.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Imagen tomada de: manolo-eleremita. blogspot. com

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Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Estas vivencias salen del alma y llegan al alma de quien las lee. La vida no es toda placentera, hay etapas de mucho sufrimiento y las adaptaciones a la cultura general llevan mucho tiempo. "Maduración" dice el autor. Me gustó leerlo. La niñez es cosa seria.
Nelba G huerga. Rca Argentina (nieta de leoneses)