Parece un contrasentido, pero pocas veces he sentido tanto frío como en los veranos de Vegarienza. Bañarse en el río Omaña con el agua a catorce o dieciséis grados y la corriente quitándote el calor corporal a todo meter, te enfriaba hasta el tuétano en pocos minutos. Y si se te ocurría bucear más de dos minutos, te dolía la cabeza intensamente del frío que se te metía en el cerebro, que ya se sabe que deja de funcionar si no está bien calentito.
Se te encogía todo, los labios se ponían morados a los cinco minutos y salías temblando a buscar un poco de calor en las peñas de pizarra negra que había en la orilla. Cinco minutos de baño equivalían a media hora de estar al sol, que pasabas mirando con aprehensión al cielo por sí se avistaba alguna nube cuya trayectoria pudiera ocultar el sol. Por mucho sol que se tomara, el frío seguía allí poniéndote al borde de la tiritona. Desde la distancia, recuerdo más el frío que las bromas y los juegos que tenían lugar en el pozo La Puente. No entiendo como éramos tan recalcitrantes en el sufrimiento, salvó que fuera el gregarismo que nos empujaba a no faltar ni un solo día a la cita de veraneantes ociosos.
Cuando era hora de comer, bajábamos acartonados por el frío hasta casa y engullíamos las patatas con lentejas sin darles ocasión a que se enfriaran en el plato. Aún reconociendo que estaban tan buenas como sencillo era su condimento, creo que eran más apreciadas por el calor que transmitían que por el hambre que nos quitaban. La urgencia en terminar rápido de comer era pensando en la siesta, en aquellas camas altas de hierro y somieres rudimentarios cuya aspereza atenuaban los literos, bien tapadito con sábana, manta y colcha artesana formada por hexágonos de puntilla u otras figuras similares, que seguramente había confeccionado a ganchillo tía Milce en tantas tardes en las Llamas de Castriello a solas con las vacas y con sus rezos, en un bucle infinito de avemarías y puntos del derecho y del revés. Tanto como la siesta, apremiaba reanudar alguna lectura interrumpida por la hora del baño.
A la hora de la siesta el sol estaba encima del campanario y daba de lleno en las ventanas de madera de mi habitación, caldeando mínimamente la estancia pero menos daba una piedra. Recuerdo el placer que sentía quedándome en calzoncillos y metiéndome entre las sábanas bien tersas por el clima seco y como me subía toda la ropa hasta el cuello, esperando que se juntase el calor de las lentejas que provenía de dentro y el calorcillo que avanzaba desde la piel hasta el interior de los músculos, provocando un desmadejamiento placentero. De ahí a quedarse dormido, solo mediaba un par de páginas del libro. Era mi placer de cada día, sencillo pero reconfortante, que no hubiera tenido lugar de no haber mediado la viveza de las aguas del río Omaña que te helaban hasta la conciencia. Al despertar el frío había desaparecido, volvías a sentir los músculos como tuyos y la preocupación más inmediata era ver que había para merendar. En un segundo plano de la conciencia quedaban relegados los fríos venideros del verano que aún quedaba por delante.
El tributo gélido de aquella molicie veraniega lo combatíamos con algo tan prosaico como el guiso de lentejas de mi abuela, suculentas por demás y con un poder calorífico notable que no he visto recogido en los libros de Física. Omaña, pródiga en curas, maestros y guardias civiles, ha debido dar pocos físicos o si hubo alguno con la experiencia calefactora de las lentejas que relato, no ha debido tener la talla científica suficiente como para reseñarlo en las tablas de calor específico. Que menos que haber dejado constancia de su carácter coadyuvante a las placenteras siestas y a la termodinámica de los cuerpos ateridos.
(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)
http://lembranzas. wordpress. com/2014/04/15/sensacion-de-pl acer/
Se te encogía todo, los labios se ponían morados a los cinco minutos y salías temblando a buscar un poco de calor en las peñas de pizarra negra que había en la orilla. Cinco minutos de baño equivalían a media hora de estar al sol, que pasabas mirando con aprehensión al cielo por sí se avistaba alguna nube cuya trayectoria pudiera ocultar el sol. Por mucho sol que se tomara, el frío seguía allí poniéndote al borde de la tiritona. Desde la distancia, recuerdo más el frío que las bromas y los juegos que tenían lugar en el pozo La Puente. No entiendo como éramos tan recalcitrantes en el sufrimiento, salvó que fuera el gregarismo que nos empujaba a no faltar ni un solo día a la cita de veraneantes ociosos.
Cuando era hora de comer, bajábamos acartonados por el frío hasta casa y engullíamos las patatas con lentejas sin darles ocasión a que se enfriaran en el plato. Aún reconociendo que estaban tan buenas como sencillo era su condimento, creo que eran más apreciadas por el calor que transmitían que por el hambre que nos quitaban. La urgencia en terminar rápido de comer era pensando en la siesta, en aquellas camas altas de hierro y somieres rudimentarios cuya aspereza atenuaban los literos, bien tapadito con sábana, manta y colcha artesana formada por hexágonos de puntilla u otras figuras similares, que seguramente había confeccionado a ganchillo tía Milce en tantas tardes en las Llamas de Castriello a solas con las vacas y con sus rezos, en un bucle infinito de avemarías y puntos del derecho y del revés. Tanto como la siesta, apremiaba reanudar alguna lectura interrumpida por la hora del baño.
A la hora de la siesta el sol estaba encima del campanario y daba de lleno en las ventanas de madera de mi habitación, caldeando mínimamente la estancia pero menos daba una piedra. Recuerdo el placer que sentía quedándome en calzoncillos y metiéndome entre las sábanas bien tersas por el clima seco y como me subía toda la ropa hasta el cuello, esperando que se juntase el calor de las lentejas que provenía de dentro y el calorcillo que avanzaba desde la piel hasta el interior de los músculos, provocando un desmadejamiento placentero. De ahí a quedarse dormido, solo mediaba un par de páginas del libro. Era mi placer de cada día, sencillo pero reconfortante, que no hubiera tenido lugar de no haber mediado la viveza de las aguas del río Omaña que te helaban hasta la conciencia. Al despertar el frío había desaparecido, volvías a sentir los músculos como tuyos y la preocupación más inmediata era ver que había para merendar. En un segundo plano de la conciencia quedaban relegados los fríos venideros del verano que aún quedaba por delante.
El tributo gélido de aquella molicie veraniega lo combatíamos con algo tan prosaico como el guiso de lentejas de mi abuela, suculentas por demás y con un poder calorífico notable que no he visto recogido en los libros de Física. Omaña, pródiga en curas, maestros y guardias civiles, ha debido dar pocos físicos o si hubo alguno con la experiencia calefactora de las lentejas que relato, no ha debido tener la talla científica suficiente como para reseñarlo en las tablas de calor específico. Que menos que haber dejado constancia de su carácter coadyuvante a las placenteras siestas y a la termodinámica de los cuerpos ateridos.
(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)
http://lembranzas. wordpress. com/2014/04/15/sensacion-de-pl acer/