Domingo, 07 de julio de 2013
A VISTA DE PÁJARO
Hormigas de Omaña
Crónica de uno de los viajes por los cielos de León que organiza la Fundación Patrimonio Natural
JUAN LUIS MORLA
J. Morla / León
A uno le falta tiempo par abalanzares contra el pobre redactor que ha preguntado si a alguien le apetece un viaje en globo. Se comprende. Recién licenciado, becario, con el negro futuro de ese cincuentaytantos por ciento de paro juvenil amenazando, a uno solo le queda disfrutar de estas pequeñas cosas que tiene el periodismo y que no te da ninguna otra profesión. Alguna ventaja tenía que tener. Así que a las 6 de la mañana, mi padre (¡Mi padre!) que es señor que gusta de ver el campo leonés, me recoge con toda la gentileza que se puede tener a esas horas para llevarme a Villanueva de Carrizo, en cuyo campo de fútbol, Alfredo Humanes, el piloto (porque sí, la gente que lleva los globos también son pilotos, éste en concreto con 1.800 horas de vuelo sobre su cabeza), prepara la aeronave.
Preparar un globo para su despegue es cosa coral, de grupo, como más tarde descubriremos que es también su recogida. Manuel, María, Ignacio, Aniceto, Rosa y todos los demás turistas llegados de todas partes van extendiendo la monumental vela (el globo en sí), que poco a poco va hinchándose y cogiendo forma gracias a un ventilador que le va metiendo aire. Hay hormigas rojas en el suelo del campo de fútbol.
Mientras el globo tumbado va creciendo y convirtiéndose en una gigantesca y curvilínea larva, la gente se pone a su lado para hacerse una foto de grupo, justo para descubrir que la enorme oruga va girando sobre nosotros, como si quisiera aplastarnos, momento perfecto para acariciar su lomo y tratar de apaciguarla, y de paso familiarizarse con el peculiar olor, mezcla de castillo hinchable y cama elástica, que llevaremos impregnado al final del vuelo.
Entonces, como por arte de magia, amanece. Y los rayos de sol bañan primero la gigantesca larva llena de nada, con la boca abierta desde la que nos enseña unas entrañas más complejas de lo que uno creía, llenas de cables rojos y verdes. El baño del primer sol coincide con el arreón del globo, que se pone en pie y pasa de oruga blanca a seta albina, manchada solo por el logotipo de la Fundación Patrimonio Natural en su costado, que son los que organizan estos viajes por el aire.
Pero no todo es tan sencillo como subirse a la enorme cesta de mimbre y echar a volar. Primero se lanza al aire un globo pequeño y azul. Un conato del verdadero globo, que sirve de guía de la ruta. Ruta que por cierto, estaba prevista hacia el norte, sobrevolando la zona de Omaña pero, en fin, estas cosas pasan, el viento es un patrón cruel, y el globo azul se pierde en dirección contraria. Parece ser que visitaremos el páramo leonés. Así que todos dentro y hacia el cielo.
Una vez el globo se eleva, lo primero que se pierde no es el suelo, son los olores y ruidos, y uno se da cuenta de que en realidad no flota en el aire, sino en una especie de éter aséptico, que impide que la cesta se mueva lo más mínimo. Los temores y temblores eran infundados. Viajar en globo tiene el mismo riesgo que ver la televisión.
Dicen que si se enciendes un mechero en un globo su llama no se mueve. Que, como es el viento el que mueve el aparato, la llama permanece quieta. Que se crea una especie de microcosmos dentro de la cesta de mimbre. Pero es mentira. Veo el pelo de las mujeres que me rodean ondear. Hay quietud. Pero no tanta.
Lo que si es cierto es que, en esa quietud, uno, convencido secretamente de que en realidad no se ha movido del sitio, y de que alguien está pasando imágenes de películas del medio oeste americano bajo sus pies, cae en la tentación de creerse Superman, oriundo de esas tierras. Concretamente de Kansas, cuya fisionomía (al menos cinematográfica) recuerda mucho al páramo leonés. Pero para romper la paranoia de la maqueta, surge de repente un águila, volando majestuosa a unos cien metros debajo del globo, y esto coincide con que un tractor de juguete se revela también real, y un minúsculo hombre sale de él y mira al cielo, pero uno no sabe con certeza si es al águila a lo que mira, o al globo, o a qué.
También sucumbo, casi sin querer, al impulso de escupir. El escupitajo más maravilloso que recuerdo. La bola de saliva blanca, resaltada sobre los campos en sombra por la luz horizontal del principio del día, cae como un pesado copo de nieve. Y muchos me imitan y escupen también. Y se desvela así el misterio de tierras tan fértiles.
- Qué coñazo- creo oír detrás de mí. Una voz de hombre. Pero debo estar equivocado, o el hombre en otro mundo, no viendo lo mismo que yo veo, porque literal y metafóricamente yo estoy en una nube. Señalo los obvios prados como un niño, y saludo a todo lo que creo que es humano allí abajo. Una felicidad esquiva me llena, mientras alcanzamos los trescientos metros de altura.
Los trescientos metros de altura son el techo de nuestro viaje. Se nos explica que hemos pasado a otra parte del cielo, a otro escalón atmosférico. Allí sí que no sopla viento alguno. Da la impresión de estar sobre una torre inmensa construida a capricho en medio del páramo. Pero allí, lo que da vértigo no es mirar hacia abajo. Lo que asusta es sentirse otra vez mortal al mirar hacia arriba, a la bóveda llena de aire caliente que es en realidad lo que nos sostiene.
Uno se siente pequeño. Se necesitan unos 7.000 metros cúbicos de aire caliente para elevarnos. Una bolsa con forma de lágrima invertida de 35 metros. Estamos, quizá, en el día más caluroso de lo que va de año, por lo que somos la única sombra en el suelo. Pero desde esa altura ensombrecemos la zona que ocupa un coche. Uno se siente muy pequeño, a trescientos metros de altura.
Al bajar, vuelven a la nariz los olores que se supone tienen los campos en esta parte del año. Y vuelve el ruido de las máquinas maquinando y los tractores haciendo lo que se supone que hacen los tractores. Y la novia del hombre cuya voz pareció decir que aquello era un coñazo le pregunta si tiene miedo, y las pesquisas quedan confirmadas sobre que en realidad pronunció otra palabra parecida.
Una bomba de agua en unas tierras va creciendo demasiado para ser una maqueta, hasta que hay que aceptar que es real, que ya se está a pocos metros del suelo, que el viaje se acaba. Que ya no estás en Kansas, Dorothy. Estás en Bustillo del páramo.
Y tras un aterrizaje más forzoso de lo esperado (al parecer todos los aterrizajes en globo lo son), la veo. Una hormiga en mi hombro. Una hormiga viajera. Ignorante, quizá, de que se ha elevado por encima de todas las tierras de León. Que ha viajado con humanos que miraban a otros humanos como si fueran hormigas, y que ha aterrizado a 30 kilómetros de donde subió una hora antes.
No la mato, sino que la dejo con suavidad en el suelo. Al fin y al cabo, quizá sea así como las hormigas colonizan nuevas tierras.
http://www. lacronicadeleon. es/2013/07/07/vivir/hormigas-d e-omana-188242. htm
A VISTA DE PÁJARO
Hormigas de Omaña
Crónica de uno de los viajes por los cielos de León que organiza la Fundación Patrimonio Natural
JUAN LUIS MORLA
J. Morla / León
A uno le falta tiempo par abalanzares contra el pobre redactor que ha preguntado si a alguien le apetece un viaje en globo. Se comprende. Recién licenciado, becario, con el negro futuro de ese cincuentaytantos por ciento de paro juvenil amenazando, a uno solo le queda disfrutar de estas pequeñas cosas que tiene el periodismo y que no te da ninguna otra profesión. Alguna ventaja tenía que tener. Así que a las 6 de la mañana, mi padre (¡Mi padre!) que es señor que gusta de ver el campo leonés, me recoge con toda la gentileza que se puede tener a esas horas para llevarme a Villanueva de Carrizo, en cuyo campo de fútbol, Alfredo Humanes, el piloto (porque sí, la gente que lleva los globos también son pilotos, éste en concreto con 1.800 horas de vuelo sobre su cabeza), prepara la aeronave.
Preparar un globo para su despegue es cosa coral, de grupo, como más tarde descubriremos que es también su recogida. Manuel, María, Ignacio, Aniceto, Rosa y todos los demás turistas llegados de todas partes van extendiendo la monumental vela (el globo en sí), que poco a poco va hinchándose y cogiendo forma gracias a un ventilador que le va metiendo aire. Hay hormigas rojas en el suelo del campo de fútbol.
Mientras el globo tumbado va creciendo y convirtiéndose en una gigantesca y curvilínea larva, la gente se pone a su lado para hacerse una foto de grupo, justo para descubrir que la enorme oruga va girando sobre nosotros, como si quisiera aplastarnos, momento perfecto para acariciar su lomo y tratar de apaciguarla, y de paso familiarizarse con el peculiar olor, mezcla de castillo hinchable y cama elástica, que llevaremos impregnado al final del vuelo.
Entonces, como por arte de magia, amanece. Y los rayos de sol bañan primero la gigantesca larva llena de nada, con la boca abierta desde la que nos enseña unas entrañas más complejas de lo que uno creía, llenas de cables rojos y verdes. El baño del primer sol coincide con el arreón del globo, que se pone en pie y pasa de oruga blanca a seta albina, manchada solo por el logotipo de la Fundación Patrimonio Natural en su costado, que son los que organizan estos viajes por el aire.
Pero no todo es tan sencillo como subirse a la enorme cesta de mimbre y echar a volar. Primero se lanza al aire un globo pequeño y azul. Un conato del verdadero globo, que sirve de guía de la ruta. Ruta que por cierto, estaba prevista hacia el norte, sobrevolando la zona de Omaña pero, en fin, estas cosas pasan, el viento es un patrón cruel, y el globo azul se pierde en dirección contraria. Parece ser que visitaremos el páramo leonés. Así que todos dentro y hacia el cielo.
Una vez el globo se eleva, lo primero que se pierde no es el suelo, son los olores y ruidos, y uno se da cuenta de que en realidad no flota en el aire, sino en una especie de éter aséptico, que impide que la cesta se mueva lo más mínimo. Los temores y temblores eran infundados. Viajar en globo tiene el mismo riesgo que ver la televisión.
Dicen que si se enciendes un mechero en un globo su llama no se mueve. Que, como es el viento el que mueve el aparato, la llama permanece quieta. Que se crea una especie de microcosmos dentro de la cesta de mimbre. Pero es mentira. Veo el pelo de las mujeres que me rodean ondear. Hay quietud. Pero no tanta.
Lo que si es cierto es que, en esa quietud, uno, convencido secretamente de que en realidad no se ha movido del sitio, y de que alguien está pasando imágenes de películas del medio oeste americano bajo sus pies, cae en la tentación de creerse Superman, oriundo de esas tierras. Concretamente de Kansas, cuya fisionomía (al menos cinematográfica) recuerda mucho al páramo leonés. Pero para romper la paranoia de la maqueta, surge de repente un águila, volando majestuosa a unos cien metros debajo del globo, y esto coincide con que un tractor de juguete se revela también real, y un minúsculo hombre sale de él y mira al cielo, pero uno no sabe con certeza si es al águila a lo que mira, o al globo, o a qué.
También sucumbo, casi sin querer, al impulso de escupir. El escupitajo más maravilloso que recuerdo. La bola de saliva blanca, resaltada sobre los campos en sombra por la luz horizontal del principio del día, cae como un pesado copo de nieve. Y muchos me imitan y escupen también. Y se desvela así el misterio de tierras tan fértiles.
- Qué coñazo- creo oír detrás de mí. Una voz de hombre. Pero debo estar equivocado, o el hombre en otro mundo, no viendo lo mismo que yo veo, porque literal y metafóricamente yo estoy en una nube. Señalo los obvios prados como un niño, y saludo a todo lo que creo que es humano allí abajo. Una felicidad esquiva me llena, mientras alcanzamos los trescientos metros de altura.
Los trescientos metros de altura son el techo de nuestro viaje. Se nos explica que hemos pasado a otra parte del cielo, a otro escalón atmosférico. Allí sí que no sopla viento alguno. Da la impresión de estar sobre una torre inmensa construida a capricho en medio del páramo. Pero allí, lo que da vértigo no es mirar hacia abajo. Lo que asusta es sentirse otra vez mortal al mirar hacia arriba, a la bóveda llena de aire caliente que es en realidad lo que nos sostiene.
Uno se siente pequeño. Se necesitan unos 7.000 metros cúbicos de aire caliente para elevarnos. Una bolsa con forma de lágrima invertida de 35 metros. Estamos, quizá, en el día más caluroso de lo que va de año, por lo que somos la única sombra en el suelo. Pero desde esa altura ensombrecemos la zona que ocupa un coche. Uno se siente muy pequeño, a trescientos metros de altura.
Al bajar, vuelven a la nariz los olores que se supone tienen los campos en esta parte del año. Y vuelve el ruido de las máquinas maquinando y los tractores haciendo lo que se supone que hacen los tractores. Y la novia del hombre cuya voz pareció decir que aquello era un coñazo le pregunta si tiene miedo, y las pesquisas quedan confirmadas sobre que en realidad pronunció otra palabra parecida.
Una bomba de agua en unas tierras va creciendo demasiado para ser una maqueta, hasta que hay que aceptar que es real, que ya se está a pocos metros del suelo, que el viaje se acaba. Que ya no estás en Kansas, Dorothy. Estás en Bustillo del páramo.
Y tras un aterrizaje más forzoso de lo esperado (al parecer todos los aterrizajes en globo lo son), la veo. Una hormiga en mi hombro. Una hormiga viajera. Ignorante, quizá, de que se ha elevado por encima de todas las tierras de León. Que ha viajado con humanos que miraban a otros humanos como si fueran hormigas, y que ha aterrizado a 30 kilómetros de donde subió una hora antes.
No la mato, sino que la dejo con suavidad en el suelo. Al fin y al cabo, quizá sea así como las hormigas colonizan nuevas tierras.
http://www. lacronicadeleon. es/2013/07/07/vivir/hormigas-d e-omana-188242. htm