Publicado el 18 de octubre de 2013 por Emilio G. de la Calzada
En Vegarienza había más burros que bicicletas. Recuerdo la bicicleta de Floro con la que casi a diario iba a ver a su novia en El Castillo, la de don Manolo el maestro, la de Genaro el del herrero, creo que en la sierra había otra y poco más, y cómo para no enredarse con la cadena las perneras del pantalón, o bien se las metían por dentro de los calcetines o las cogían con un par de pinzas de la ropa. Solo algunos usaban unas pinzas aceradas en forma de pulsera que ajustaban el pantalón alrededor del tobillo. El no va más en bicicletas era la de Ángel de Villaverde, con manillar de carrera y cambio de piñones que nos llenaba de envidia cada vez que pasaba por delante de casa. Todos eran ciclistas reposados que circulaban lentamente, casi al límite de velocidad que impide a un ciclista caerse. Incluso a veces caminaban al lado de la bicicleta, con la misma actitud que si llevasen a una caballería del ronzal.
Podría asegurarse que por cuestiones culturales (ver “De el burro a la bicicleta“) las bicicletas eran cosa solo de hombres y creo que la primera bici de mujer que ví por allí fue la de mi tía Tere que la usaba para ir a El Castillo cuando fue la maestra del pueblo. Los hombres así lo entendían y esto explica la anécdota de cuando vivíamos en Villaverde y mi hermana Isa le pedía a Ángel su bicicleta de carreras, él se la negaba siempre diciendo “No te la dejo porque te mancas (haces daño)”, mientras se señalaba la entrepierna con toda intención. En cambio, no se veía mal que los chavalillos empezaran a montar desde muy temprano en las enormes bicicletas de hombre.
En el desván de casa de los abuelos había una bicicleta azul de antes de la guerra que era del tío Balbino. Era una bicicleta grande, de hombre, con frenos de varilla y que, en teoría, tenía que estar en el desván hasta que Balbino necesitara usarla cuando venía en verano. La realidad es que cuando él no estaba, la usaban mis tíos y la bicicleta estaba la mayor parte del tiempo en lo que denominábamos “el despacho“, una estancia de la planta baja donde en tiempos del bisabuelo Bernardino despachaban los productos que vendían al público. Era una tentación ver aquella máquina y no intentar el prodigio de subirse en ella y pedalear sin caerse, cosa que me parecía un milagro.
Con seis años, cuando mi cabeza sobresalía muy poco por encima del sillín, empecé a salir a la carretera con aquella bicicletona que pesaba más que yo. La llevaba a mi derecha sujetando el manillar con las manos y un pié en el pedal izquierdo, mientras con el otro me impulsaba usando la bicicleta como si fuera un patinete. Me hice mataduras sin cuento con el pedal en las canillas, cayéndome innumerables veces cuando el pedal rozaba en el suelo peraltado de la carretera. Pero todo se arreglaba frotando la rozadura con saliva, soplando hacía adentro y sacudiendo la mano para espantar el dolor. A la bicicleta, que para eso era de “antes de la guerra”, nunca le pasaba nada.
Cuando ya el sentido del equilibrio fue bueno en modo patinete, empecé a usar la técnica que había visto a otros chavales del pueblo consistente en pasar la pierna derecha por debajo de la barra para poner el pie en el pedal del otro lado y así pedalear con los dos pies, con todo el cuerpo fuera de la bicicleta menos un trozo de pierna. En un uso normal de la bicicleta, solo se mueven las piernas del ciclista. En mi caso se veía una bicicleta y un cuerpecillo adosado a un costado que subía y bajaba retorciéndose hasta el descoyuntamiento, para meter y sacar la pierna entre el cuadro al son del pedal del lado donde no había niño. La bicicleta tenía que ir tan inclinada que los morrones eran frecuentes. Sobre todo cuando se torcía el manillar y la bicicleta caía hacia el otro lado conmigo encima, con todos aquellos hierros buscando clavarse en mis escasas carnes. No se la causa, pero hasta donde recuerdo todos los del pueblo que comenzábamos a andar en bici de esta guisa, montábamos por la izquierda.
Al principio hacía un trayecto recto entre el pino de la plazuela y el mojón del kilómetro 54 (no lo busquéis pues ha desaparecido con el último remozamiento de la carretera), donde me bajaba y cambiaba la bicicleta de dirección para volver a empezar. Con el tiempo fui capaz de dar la vuelta sin bajarme delante de casa de Nela y junto al mojón. Todo esto sucedía en una carretera por la que, quitando los autobuses de Beltrán que pasaban cuatro veces al día, apenas circulaban vehículos que tampoco suponían un peligro pues se les oía llegar con varios minutos de antelación, cuando iban por la casa del cura o por la de Selima y daba tiempo suficiente a apartarse.
La carretera era de piedra picada sin asfaltar y con innumerables baches. No era lo mismo subir que bajar, pues la distancia de cada pedal a la carretera variaba por el peralte. El calzado que yo utilizaba era el más habitual en los chavalillos de por allí, unas alpargatas de suelo de goma y loneta azul que al poco de estrenarlas se agujereaban por el sitio del dedo gordo, que asomaba como si fuera la cabeza de un gusano que quisiera enterarse de todo. En una de las maniobras para hacer el cambio de sentido, me rebané medio dedo gordo contra la carretera y el pulpejo quedó colgando unido solo por una porción de piel. Me la curé como pude sin decir nada a los abuelos y estuve más de dos semanas sin tocar la bicicleta. En la época en que aprendíamos a leer con sangre, no extrañaba que también la bicicleta se cobrara su tributo de iniciación.
En Vegarienza había más burros que bicicletas. Recuerdo la bicicleta de Floro con la que casi a diario iba a ver a su novia en El Castillo, la de don Manolo el maestro, la de Genaro el del herrero, creo que en la sierra había otra y poco más, y cómo para no enredarse con la cadena las perneras del pantalón, o bien se las metían por dentro de los calcetines o las cogían con un par de pinzas de la ropa. Solo algunos usaban unas pinzas aceradas en forma de pulsera que ajustaban el pantalón alrededor del tobillo. El no va más en bicicletas era la de Ángel de Villaverde, con manillar de carrera y cambio de piñones que nos llenaba de envidia cada vez que pasaba por delante de casa. Todos eran ciclistas reposados que circulaban lentamente, casi al límite de velocidad que impide a un ciclista caerse. Incluso a veces caminaban al lado de la bicicleta, con la misma actitud que si llevasen a una caballería del ronzal.
Podría asegurarse que por cuestiones culturales (ver “De el burro a la bicicleta“) las bicicletas eran cosa solo de hombres y creo que la primera bici de mujer que ví por allí fue la de mi tía Tere que la usaba para ir a El Castillo cuando fue la maestra del pueblo. Los hombres así lo entendían y esto explica la anécdota de cuando vivíamos en Villaverde y mi hermana Isa le pedía a Ángel su bicicleta de carreras, él se la negaba siempre diciendo “No te la dejo porque te mancas (haces daño)”, mientras se señalaba la entrepierna con toda intención. En cambio, no se veía mal que los chavalillos empezaran a montar desde muy temprano en las enormes bicicletas de hombre.
En el desván de casa de los abuelos había una bicicleta azul de antes de la guerra que era del tío Balbino. Era una bicicleta grande, de hombre, con frenos de varilla y que, en teoría, tenía que estar en el desván hasta que Balbino necesitara usarla cuando venía en verano. La realidad es que cuando él no estaba, la usaban mis tíos y la bicicleta estaba la mayor parte del tiempo en lo que denominábamos “el despacho“, una estancia de la planta baja donde en tiempos del bisabuelo Bernardino despachaban los productos que vendían al público. Era una tentación ver aquella máquina y no intentar el prodigio de subirse en ella y pedalear sin caerse, cosa que me parecía un milagro.
Con seis años, cuando mi cabeza sobresalía muy poco por encima del sillín, empecé a salir a la carretera con aquella bicicletona que pesaba más que yo. La llevaba a mi derecha sujetando el manillar con las manos y un pié en el pedal izquierdo, mientras con el otro me impulsaba usando la bicicleta como si fuera un patinete. Me hice mataduras sin cuento con el pedal en las canillas, cayéndome innumerables veces cuando el pedal rozaba en el suelo peraltado de la carretera. Pero todo se arreglaba frotando la rozadura con saliva, soplando hacía adentro y sacudiendo la mano para espantar el dolor. A la bicicleta, que para eso era de “antes de la guerra”, nunca le pasaba nada.
Cuando ya el sentido del equilibrio fue bueno en modo patinete, empecé a usar la técnica que había visto a otros chavales del pueblo consistente en pasar la pierna derecha por debajo de la barra para poner el pie en el pedal del otro lado y así pedalear con los dos pies, con todo el cuerpo fuera de la bicicleta menos un trozo de pierna. En un uso normal de la bicicleta, solo se mueven las piernas del ciclista. En mi caso se veía una bicicleta y un cuerpecillo adosado a un costado que subía y bajaba retorciéndose hasta el descoyuntamiento, para meter y sacar la pierna entre el cuadro al son del pedal del lado donde no había niño. La bicicleta tenía que ir tan inclinada que los morrones eran frecuentes. Sobre todo cuando se torcía el manillar y la bicicleta caía hacia el otro lado conmigo encima, con todos aquellos hierros buscando clavarse en mis escasas carnes. No se la causa, pero hasta donde recuerdo todos los del pueblo que comenzábamos a andar en bici de esta guisa, montábamos por la izquierda.
Al principio hacía un trayecto recto entre el pino de la plazuela y el mojón del kilómetro 54 (no lo busquéis pues ha desaparecido con el último remozamiento de la carretera), donde me bajaba y cambiaba la bicicleta de dirección para volver a empezar. Con el tiempo fui capaz de dar la vuelta sin bajarme delante de casa de Nela y junto al mojón. Todo esto sucedía en una carretera por la que, quitando los autobuses de Beltrán que pasaban cuatro veces al día, apenas circulaban vehículos que tampoco suponían un peligro pues se les oía llegar con varios minutos de antelación, cuando iban por la casa del cura o por la de Selima y daba tiempo suficiente a apartarse.
La carretera era de piedra picada sin asfaltar y con innumerables baches. No era lo mismo subir que bajar, pues la distancia de cada pedal a la carretera variaba por el peralte. El calzado que yo utilizaba era el más habitual en los chavalillos de por allí, unas alpargatas de suelo de goma y loneta azul que al poco de estrenarlas se agujereaban por el sitio del dedo gordo, que asomaba como si fuera la cabeza de un gusano que quisiera enterarse de todo. En una de las maniobras para hacer el cambio de sentido, me rebané medio dedo gordo contra la carretera y el pulpejo quedó colgando unido solo por una porción de piel. Me la curé como pude sin decir nada a los abuelos y estuve más de dos semanas sin tocar la bicicleta. En la época en que aprendíamos a leer con sangre, no extrañaba que también la bicicleta se cobrara su tributo de iniciación.