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MANZANEDA DE OMAÑA: Allí estaba la bicicletona del tío Balbino, los palos...

Allí estaba la bicicletona del tío Balbino, los palos de varear la lana, las manuecas con las correas para atarlas a los piértigos que el abuelo prepararía en la maja siguiente, somieres, cabeceros y piezas de cama, alguna maleta vieja de cartón, baúles, algún jarrón para el agua descascarillado, una silla de montar con estribos como los que había visto usar al cura don Restituto que supongo eran del bisabuelo Bernardino, una estufa de petróleo, unas maneas para sujetar las patas de los caballos que era un rompecabezas armarlas y desarmarlas, restos de la antigua tienda de los bisabuelos como recipientes metálicos de medida, cajas con cristales de ventana e infinidad de armatostes más que ya no recuerdo. La única zona despejada de trastos era donde, desde el otoño, se colocaba la cosecha de nueces y varias docenas de manzanas sobre un mullido de pajas que servirían de postre en Navidad. Las manzanas se reducían un poco de tamaño, pero seguían tersas tres meses después de cogerlas del árbol.

A todos aquellos trastos les dediqué tiempo de estudio suficiente como para que dejaran de intrigarme, momento en que el desván pasó a ser simplemente un lugar de lecturas prohibidas y muy adecuado para desaparecer cuando había que escaquearse de algún encargo o había que dejar pasar unas horas sin ser visto después de alguna fechoría y seguir al tanto de los comentarios al respecto que se hacían en toda la casa. Si la lectura era abundante, las visitas al desván menudeaban. Sentado en el suelo o en una caja de madera, me quedaba absorto en el libro hasta que se acababa o las tripas avisaban que era la hora de comer o cuando ya no sentía el culo como parte de mi cuerpo. Solo quedaba escuchar atentamente a que no hubiera nadie en la planta de arriba, para levantar la trampilla y descender al mundo ordinario.

En el fondo, leer es un poco fisgar en la vida de los personajes de cada historia. Cuando me cansaba de leer y el lugar era propicio, me relajaba fisgando por aquí y por allá, siendo casi inseparables emocionarse con la lectura y relajarse revolviendo entre los trastos. Pero a veces la actividad del fisgoneo se iniciaba por si misma, no como continuación de la lectura.

En una de las habitaciones de la planta de arriba había una vitrina cerrada en la que siempre nos habí an prohibido tocar. Sabí amos que había sido del tí o Paco o de Bernardino, los hermanos de la abuela, que habí an sido mé dicos en Sosas y Vega y suponí amos que en su interior debí a haber cosas interesantí simas. Las puertas eran de madera con cristales y estaban cerradas con llave, pero uno de los cristales se habí a roto y estaba sustituido por un cartó n. Sabido es que las prohibiciones sirven hasta que alguien decide saltá rselas y yo, despué s de tantos añ os observando la regla, decidí un dí a que habí a llegado el momento de meter las narices en aquella vitrina que sugería hallazgos sin cuento.

A travé s del cartó n pude alcanzar algunas cosas que sacaba de una en una, mientras estaba con el oí do atento a que no subiera alguien por las escaleras, cosa bastante sencilla con aquellas escalera y suelos de madera que crují an nada má s posar el pie en las tablas. Salvo que se fuera un experto y supieras donde poner el pie en cada tabla de la casa. Habí a herramientas clí nicas y quirú rgicas, todas ellas niqueladas, jeringas y agujas de todos los tamaños, frascos etiquetados que habrían contenido alguna medicación, bisturís y útiles que parecían de dentista, una lupa, aparatos singulares, un tapó n de bronce del radiador de un coche con forma de cabeza de jefe piel roja, un candil de carburo niquelado para coche, y un sin fin de objetos má s nada corrientes. Explorar todo aquello me llevó varias sesiones, pues era muy concienzudo analizando cada cosa e imaginando para que podrí a servir. Cuando ya no tuve al alcance má s cosas, me las arreglé para alcanzar la aldaba que sujetaba las puertas contra una de las estanterí as de la vitrina, con lo que las puertas se podí an abrir y me dediqué a revolver con comodidad en toda la vitrina. En uno de los rincones encontré un revó lver descargado que me dejó inicialmente helado. Cerré la vitrina y abandoné la habitació n un poco asustado, pensando que el revó lver era la causa de la prohibició n de hurgar allí. Impresionado por el hallazgo, tardé varios dí as en volver, hasta que la curiosidad pudo má s que la prudencia. Volví a abrir la vitrina y me dediqué a estudiar el arma con todo detenimiento durante varios dí as, extremando las precauciones para que no me sorprendieran. Cuando ya me habí a familiarizado con el revó lver, me dediqué a ensayar los movimientos que hací an los vaqueros según habí a leí do en las novelas. Le daba vueltas con el dedo metido en la guarda del gatillo, para empuñ arlo y apuntar a alguien que estaba en la huerta como si se tratase de un enemigo imaginario o intentaba enfundar en los bolsillos que resultaban pequeñ os para tal cometido. Cuando me cansé de hacer el ganso, dejé de visitar la vitrina con asiduidad y solo volví a de tarde en tarde a mis sesiones de aprendiz de pistolero.

No recuerdo si los mayores se enteraron de la existencia del revó lver porque me pescaron un dí a haciendo de El Coyote, o se lo dije yo motu proprio o como fue. El caso es que alguna persona mayor se hizo cargo del revó lver y supongo que lo hizo desaparecer en mitad de un zarzal o en un lugar del rí o donde no se pudiera encontrar. Las cosas no estaban para bromas con las armas en aquellos momentos de la oprobiosa. Una vez explorada en su totalidad, perdí interé s por la vitrina. Cuando me acerqué por allí añ os mas tarde, habí a sido saqueada totalmente. Hoy es el mueble bar en casa de mi hermana Julia. Como el comer y rascar, en aquellos tiempos para mi leer y fisgar solo era cuestión de empezar y el desván de mis abuelos acogió durante tiempo estos dos vicios inconfesables.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

http://lembranzas. wordpress. com/2013/11/01/el-desvan/