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MANZANEDA DE OMAÑA: Usar sitios recónditos para leer a escondidas, a veces...

Usar sitios recónditos para leer a escondidas, a veces llevaba aparejado algún hallazgo que irremediablemente conducía al fisgoneo o provocaba enterarse de cosas que hablaban otros, no conscientes de mi presencia. Leyendo subido en el peral mientras transcurría debajo la tertulia familiar, no me dejaba otra opción que enterarme de lo que se hablaba unos metros debajo de mí, aunque no recuerdo haber conocido ningún secreto familiar pues en mi familia todos eran muy discretos y si había habido alguna conducta inconveniente simplemente no se hablaba de ello. Leyendo en el tejadillo del corral, pude observar los preparativos de repostería para la fiesta de San Salvador almacenados en una habitación contigua, con balcón al corral y accesible desde mi sala de lectura, lo que me permitió dar buena cuenta de aquellas delicias reposteras con total impunidad (ver La culebra). Pero de todos estos lugares de lectura ocultos a los demás, ninguno como el desván.

La casa de mis abuelos era una casa enorme con tres plantas y doce o trece habitaciones más otras cuantas estancias, estaba construida sobre unas paredes exteriores muy gruesas y con tejado de losa y si excluimos algunos balcones y las fallebas de las ventanas que eran de hierro, el resto de elementos constructivos eran de madera: las ventanas, las puertas, las vigas que soportaban el tejado y los pisos de tabla de las distintas estancias. Entre las losas del tejado y el techo de las habitaciones de la última planta estaba el espacio más amplio, reservado y lleno de cosas variopintas: el desván. En un recodo del pasillo de la planta superior había en el techo una amplia trampilla, a la que se accedía subiendo por una escalera de madera de dos tramos colgada de la pared y que se desplegaba formando un solo tramo en ángulo de unos setenta y cinco grados con la pared. Los chavales teníamos prohibido subir al desván, al que solo accedían los mayores venciendo el reparo a subir por una escalera tan pendiente, sin barandilla y que se bamboleaba un poco. Una vez visitado el desván, cerraban la trampilla y recogían el último tramo de la escalera que quedaba colgada verticalmente al lado de la pared, creyendo que así nadie de la gente menuda subiría a aquella estancia.

Tuve necesidad acuciante de disponer de un lugar para la lectura aún más reservado que los usados hasta entonces, cuando empecé a leer las novelas del Oeste que me proporcionaba la prima Estela. Además yo era incapaz de sustraerme a mi inclinación a fisgar en aquellos lugares que estaban fuera de las estancias habituales en las que se convivía, sobre todo si había alguna prohibición expresa de entrar allí. Indudablemente el desván desafiaba aquellas dos inclinaciones mías aportando, además, total impunidad a lo que allí sucedía pues a ninguna persona mayor se le ocurriría pensar que podía haber alguien en el desván si la escalera estaba plegada y la trampilla cerrada. Era el escondite perfecto pues yo era capaz de subir sin desplegar la escalera, sujetándome con una mano mientras con la otra abría la trampilla y llevando el libro entre los dientes. Solo era cuestión de no hacer ruido. Además tenía la sensación de tener controlada mi “desaparición”, pues desde allí arriba se oía con claridad lo que se hablaba en las habitaciones, en el corral, en la huerta y hasta en el lavadero del río, por lo que siempre me enteraba si alguien me estaba buscando y era muy sencillo reaparecer en el momento y punto precisos con cara de no haber roto un plato.

Aunque el desván era extenso, la luz que entraba por una claraboya era suficiente para llegar a todos los rincones. Por la exposición del tejado al Sol, la primera sensación al entrar era de un ambiente recalentado y se sentía la presencia del polvo depositado por todas las partes, ya que hasta allí no llegaban las intensas campañas de limpieza de mis tías. Por todas partes había cagalitas resecas de ratón a pesar de las numerosas ratoneras cebadas con queso que, aún sigo sin entender por qué, no se habían disparado a pesar de que el cebo estaba roído por los ratones. Si en alguna visita encontraba algún ratón ya acartonado en las ratoneras, no lo podía decir por razones obvias pero recurría al truco de soltar a la hora de la comida, como sin querer, “Ayer oí ratones corriendo por el desván”, sabiendo que la abuela recordaría que había que revisar las ratoneras, con lo que el tufillo de ratón muerto dejaría de castigarme en la próxima visita al sancta sanctorum.