Publicado el 1 de noviembre de 2013 por Emilio G. de la Calzada
Si no era verano, cuando oscurecía en Vegarienza había que estar recogido al calor de la cocina de leña para cenar y rezar el Rosario. Cuando el abuelo no estaba por contar alguna historia, el tiempo que iba desde los rezos hasta la hora de ir a la cama había que llenarlo con la lectura de cualquier cosa que tuviéramos a mano, que no solía ser mucho. A los ocho o nueve años me dejé los ojos, por la escasa luz de la bombilla o del candil que la suplía cuando en el generador de la sierra había algún problema, leyendo por dos veces la versión para jóvenes de El Quijote que había en la escuela, no solo porque me divertía sino porque llenaba el tiempo. También echaba mano de los libros de la biblioteca de la parroquia que había creado don Abundio el cura, de algún ejemplar del diario Proa que de vez en cuando llegaba a casa y de las hojas del calendario del Sagrado Corazón cuando no había podido leerlas a la hora del desayuno, los días que el pastor del rebaño del pueblo se había adelantado y me obligaba a sacar pitando las ovejas del abuelo.
Cuando subía a dormir, miraba codicioso un ejemplar de Los cipreses creen en Dios que estaba encima de la mesilla de la habitación de mi tío Pepe. Pero me intimidaba su tamaño y el que pudieran pescarme leyendo un libro para mayores, que era casi pecado. Cuando mi tío Pepe volvió de permiso de sus prácticas de milicias universitarias, colocó su pistola Luger de oficial sobre el libro, y allí estuvo durante un tiempo como reforzando la prohibición de leer algo que no era para infantes. Seguí sin leer el libro, pero dediqué buenos ratos a observar la pistola de cerca, sentir la frialdad del cañón y pasar la uña por la madera estriada de la culata mientras atendía a los ruidos que venían de la planta de abajo para esfumarme y no ser sorprendido en actitud de fisgar donde no debía.
Como muchos chavales de la época que no disponíamos de otro entretenimiento que no fuera la lectura en los momentos de ocio en casa, yo era un lector compulsivo y andaba siempre a la busca de algo que llevarme a los ojos. Cuando estaba de pastor en solitario, me ensimismaba en la lectura hasta el punto de olvidar que mi misión era cuidar de los animales. Esta actitud de lector reconcentrado hizo que en una ocasión (ver El lobo) ni me enterase de que el lobo estaba a menos de cien metros de mí, ajagando (hiriendo) a unas cuantas ovejas del rebaño del pueblo. O como cuando era pastor en solitario que se me iba el santo al cielo enfrascado en la lectura, hasta el punto que se pasaba la hora de arrear las vacas para casa y, cuando volvía a la realidad, estaban todas paradas al lado de la portillera con las ubres tan llenas que se les salía la leche a chorritos por la punta de los tetos, y tanteando las talanqueras con los cuernos intentando salir del prado para llegar a casa y que su jatín hambriento y las manos de las ordeñadoras les liberasen de la pesadez de las ubres que casi no les cabían entre las patas.
Ya un poco mayor el problema no volvió a ser el lobo, pues aprendí a estar atento con semejante bicho, sino buscar sitios reservados para leer lo que los mayores nos prohibían. Algunos eran tan incómodos como los árboles de la huerta, que impedían la concentración adecuada pues un descuido podía costar un descalabro y era necesario no pasarse de la hora, pues debajo de su sombra tenía lugar la tertulia familiar posterior a la siesta ya que si empezaba a llegar gente no podías bajarte hasta que todos se hubieran marchado un par de horas más tarde. Pero el lugar de lectura más incómodo que recuerdo era el tejadillo de las puertas carreteras del corral, donde no se podía ni estar sentado por la escasa altura ni tumbado pues las vigas te partían el espaldar. Pero un buen rato de lectura bien merecía alguna incomodidad.
Si no era verano, cuando oscurecía en Vegarienza había que estar recogido al calor de la cocina de leña para cenar y rezar el Rosario. Cuando el abuelo no estaba por contar alguna historia, el tiempo que iba desde los rezos hasta la hora de ir a la cama había que llenarlo con la lectura de cualquier cosa que tuviéramos a mano, que no solía ser mucho. A los ocho o nueve años me dejé los ojos, por la escasa luz de la bombilla o del candil que la suplía cuando en el generador de la sierra había algún problema, leyendo por dos veces la versión para jóvenes de El Quijote que había en la escuela, no solo porque me divertía sino porque llenaba el tiempo. También echaba mano de los libros de la biblioteca de la parroquia que había creado don Abundio el cura, de algún ejemplar del diario Proa que de vez en cuando llegaba a casa y de las hojas del calendario del Sagrado Corazón cuando no había podido leerlas a la hora del desayuno, los días que el pastor del rebaño del pueblo se había adelantado y me obligaba a sacar pitando las ovejas del abuelo.
Cuando subía a dormir, miraba codicioso un ejemplar de Los cipreses creen en Dios que estaba encima de la mesilla de la habitación de mi tío Pepe. Pero me intimidaba su tamaño y el que pudieran pescarme leyendo un libro para mayores, que era casi pecado. Cuando mi tío Pepe volvió de permiso de sus prácticas de milicias universitarias, colocó su pistola Luger de oficial sobre el libro, y allí estuvo durante un tiempo como reforzando la prohibición de leer algo que no era para infantes. Seguí sin leer el libro, pero dediqué buenos ratos a observar la pistola de cerca, sentir la frialdad del cañón y pasar la uña por la madera estriada de la culata mientras atendía a los ruidos que venían de la planta de abajo para esfumarme y no ser sorprendido en actitud de fisgar donde no debía.
Como muchos chavales de la época que no disponíamos de otro entretenimiento que no fuera la lectura en los momentos de ocio en casa, yo era un lector compulsivo y andaba siempre a la busca de algo que llevarme a los ojos. Cuando estaba de pastor en solitario, me ensimismaba en la lectura hasta el punto de olvidar que mi misión era cuidar de los animales. Esta actitud de lector reconcentrado hizo que en una ocasión (ver El lobo) ni me enterase de que el lobo estaba a menos de cien metros de mí, ajagando (hiriendo) a unas cuantas ovejas del rebaño del pueblo. O como cuando era pastor en solitario que se me iba el santo al cielo enfrascado en la lectura, hasta el punto que se pasaba la hora de arrear las vacas para casa y, cuando volvía a la realidad, estaban todas paradas al lado de la portillera con las ubres tan llenas que se les salía la leche a chorritos por la punta de los tetos, y tanteando las talanqueras con los cuernos intentando salir del prado para llegar a casa y que su jatín hambriento y las manos de las ordeñadoras les liberasen de la pesadez de las ubres que casi no les cabían entre las patas.
Ya un poco mayor el problema no volvió a ser el lobo, pues aprendí a estar atento con semejante bicho, sino buscar sitios reservados para leer lo que los mayores nos prohibían. Algunos eran tan incómodos como los árboles de la huerta, que impedían la concentración adecuada pues un descuido podía costar un descalabro y era necesario no pasarse de la hora, pues debajo de su sombra tenía lugar la tertulia familiar posterior a la siesta ya que si empezaba a llegar gente no podías bajarte hasta que todos se hubieran marchado un par de horas más tarde. Pero el lugar de lectura más incómodo que recuerdo era el tejadillo de las puertas carreteras del corral, donde no se podía ni estar sentado por la escasa altura ni tumbado pues las vigas te partían el espaldar. Pero un buen rato de lectura bien merecía alguna incomodidad.