En Vegarienza, como en toda la comarca, el sexo era un asunto tabú que solo estaba permitido si había sido sacramentado y estaba circunscrito a la intimidad de la alcoba y a la procreación. Todo ello en una sociedad ganadera donde el sexo animal se manifestaba de forma exuberante, como parte esencial para la renovación de la cabaña y casi única fuente de ingresos para la economía familiar por la venta de las crías. Desde pequeños presenciábamos actos de apareamiento a menudo e incluso debíamos estar pendientes cuando pastoreábamos las vacas por si daban muestras de estar en celo, para decir en casa “la Garbosa esta tora” si la habíamos visto acaballare en las otras vacas. Al poco saldría el abuelo llevándola del ronzal al Castillo para que la montara el toro y, si le acompañábamos, veíamos en directo como se hacían los jatines. Todos sabíamos desde pequeños como se reproducían vacas, burros, ovejas, perros, conejos y resto de las especies domésticas y teníamos nociones fundadas de que los humanos lo hacían de forma muy similar. Entre las personas estaba prohibida toda familiaridad entre sexos y la única efusión permitida que yo recuerdo era cuando en plena maja los mozos doblaban un puñado de pajas e intentaban “empajar” a las chicas metiéndoselas por debajo de las faldas, provocando las risas de los presentes y las carreras de las mozas escapando de semejante muestra de cariño. Sin duda, una forma algo brusca de disipar la tensión sexual.
En este contexto tan puritano, vimos como un día Genaro paseaba todo ufano por el pueblo a una chica montada en la barra de su bicicleta. Creo que se llamaba Juliana y había llegado al pueblo como criada de la familia Gallo que pasaba los veranos en Vega. Era una chica joven, ajena a las costumbres del lugar y con ganas de divertirse en sus ratos libres, que por otra parte era lo más normal entre gente de su edad. Pero revolucionó a los mozos de por allí y todos envidiaban a Genaro que la llevaba y traía en su bicicleta con evidentes muestras de alegría y complicidad por parte de ambos. Yo casi siempre acompañaba a mis tíos y me quedaba a su lado cuando hablaban con gente de su edad, pero recuerdo una reunión al otro lado del puente de El Castillo en que estaba mi tío Pepe, Genarín el de Santibáñez y otros mozos cuando, sin motivo aparente, mi tío me dijo que me fuera a dar una vuelta. Extrañado por lo inusual de la situación, me aleje unos cuantos metros y me senté un poco dolido por el repentino distanciamiento que me hizo evidente que molestaba. Ellos hablaban a media voz pero de forma animada, celebrando las ocurrencias de unos y otros. A pesar de mis intentos fui incapaz de entender nada de lo que decían, pero yo sabía que estaban hablando de Juliana.
En el pueblo todos los mayores estaban indignados por el comportamiento de aquella muchacha tan espontánea, era la comidilla de los corrillos que se formaban antes de la misa de los domingos y la reprobación de conducta tan licenciosa ocupó alguno de los sermones veraniegos. Pero siguieron los paseos en bicicleta y Genaro continuó siendo la envidia de todos los mozos de por allí. Solo se calmaron los ánimos cuando Juliana se volvió para Madrid. Ni que decir tiene que en todo este tiempo Genaro no me subió en su bici ni una sola vez, pero yo le entendía y tampoco le guardé rencor a Juliana que me desplazó durante unas semanas. Y es que para mi, lo que hacía mi amigo Genaro siempre estaba bien hecho.
En este contexto tan puritano, vimos como un día Genaro paseaba todo ufano por el pueblo a una chica montada en la barra de su bicicleta. Creo que se llamaba Juliana y había llegado al pueblo como criada de la familia Gallo que pasaba los veranos en Vega. Era una chica joven, ajena a las costumbres del lugar y con ganas de divertirse en sus ratos libres, que por otra parte era lo más normal entre gente de su edad. Pero revolucionó a los mozos de por allí y todos envidiaban a Genaro que la llevaba y traía en su bicicleta con evidentes muestras de alegría y complicidad por parte de ambos. Yo casi siempre acompañaba a mis tíos y me quedaba a su lado cuando hablaban con gente de su edad, pero recuerdo una reunión al otro lado del puente de El Castillo en que estaba mi tío Pepe, Genarín el de Santibáñez y otros mozos cuando, sin motivo aparente, mi tío me dijo que me fuera a dar una vuelta. Extrañado por lo inusual de la situación, me aleje unos cuantos metros y me senté un poco dolido por el repentino distanciamiento que me hizo evidente que molestaba. Ellos hablaban a media voz pero de forma animada, celebrando las ocurrencias de unos y otros. A pesar de mis intentos fui incapaz de entender nada de lo que decían, pero yo sabía que estaban hablando de Juliana.
En el pueblo todos los mayores estaban indignados por el comportamiento de aquella muchacha tan espontánea, era la comidilla de los corrillos que se formaban antes de la misa de los domingos y la reprobación de conducta tan licenciosa ocupó alguno de los sermones veraniegos. Pero siguieron los paseos en bicicleta y Genaro continuó siendo la envidia de todos los mozos de por allí. Solo se calmaron los ánimos cuando Juliana se volvió para Madrid. Ni que decir tiene que en todo este tiempo Genaro no me subió en su bici ni una sola vez, pero yo le entendía y tampoco le guardé rencor a Juliana que me desplazó durante unas semanas. Y es que para mi, lo que hacía mi amigo Genaro siempre estaba bien hecho.