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MANZANEDA DE OMAÑA: Publicado el 15 de diciembre de 2013 por Emilio G....

Publicado el 15 de diciembre de 2013 por Emilio G. de la Calzada

BiciPecaminosa

De todos los que pescábamos truchas con ferpón (tridente) en Vegarienza, Genaro el del herrero era el único que no necesitaba robar tenedores en la cocina de casa para construir tal herramienta. Desde pequeño había ayudado a su padre en la fragua y conocía todos los secretos de la forja, por lo que se había fabricado un ferpón de hierro con tres dientes estriados que dificultaban que la trucha ensartada se soltase al sacarla del agua. El ferpón era desmontable, pues terminaba en un cuello en el que se insertaba un palo de avellano aguzado y cuando aquellas dos piezas se unían se convertían en arma letal para las truchas.

Siempre llevaba la parte metálica en el bolsillo y caminaba con la vara como si viniese de dejar las vacas en el prado, empuñando la parte aguzada con la mano para que el guardarríos no sospechase que aquella no era una vara de avellano corriente. En cualquier momento propicio, bastaba arremangarse los pantalones, poner el fierro en la vara y adentrarse en el río metiendo la puntera de las alpargatas en el agua para no alarmar a las truchas que sesteaban bajo un tronco o asomando la cabeza por debajo de una piedra. Cuando yo era un crío y le observaba en plena faena a unos metros de distancia, no comprendía como era capaz de ensartar la trucha pues veía que la vara se torcía en ángulo al meterla en el agua, con lo que no se sabía cual de las dos partes estaba apuntando a la trucha. Cuando asestaba el golpe, produciendo una nube de agua turbia en el fondo, Genaro se agachaba sin dejar de mantener el ferpón firme contra el suelo y palpaba hasta la punta de la vara asegurando la trucha contra el tenedor. La desgañotaba y me la entregaba para que se la guardase bien envuelta entre hojas de aliso humedecidas, mientras él seguía a lo suyo.

Era delgado y fibroso, con la cara afilada como la de un aguilucho y siempre alerta, atento a todo y en especial al guardarríos y a la Guardia Civil. Yo tenía la sensación de que era capaz de ver todo lo que había detrás de él por el rabillo del ojo, como los pájaros, o directamente que veía por el cogote. Era muy hábil para todo, comprendía el funcionamiento de cualquier mecanismo y era capaz de arreglar cualquier cosa con los materiales que tenía a mano. Pero la habilidad por la que yo más le admiraba era por como montaba en bicicleta, de espaldas, sentado en el manillar y dando pedales hacía atrás. Por mucho que lo intenté, jamás fuí capaz de emularle. Aunque era algunos años mayor que yo, me trataba como a un colega. Me dejaba ayudarle con el fuelle de la fragua mientras yo observaba absorto como machacaba el hierro incandescente y, si aflojaba la intensidad del fuelle, extendía una mano sobre la cadena y me ayudaba a avivar el fuego. La mayor prueba de confianza era llevarme en la barra de la bicicleta cuando iba a recoger las vacas o bajaba a El Castillo.

Era un buen mecánico y me enseñó todo sobre la bicicleta, desde como sujetar las bolas del interior del piñón con un poco de grasa consistente o como conseguir que los trinquetes siguieran haciendo su tarea si el muelle se había roto, sustituyéndolo por un trocito de goma obtenido de la suela de una alpargata vieja. Cuando le pedía ayuda después de doblar varios mangos de cuchara intentando montar la cubierta tras un pinchazo, apartaba desdeñosamente las cucharas y desmontables a un lado y montaba la cubierta solamente con las manos en un santiamén, dejándome boquiabierto.