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MANZANEDA DE OMAÑA: Cuando se empieza a echarle la culpa a la gravedad,...

Cuando se empieza a echarle la culpa a la gravedad, estaba claro que no tardaría en sucumbir a la tentación de dejarme ayudar un poco para vencer aquella cuesta y pronto empecé a preguntarme si tendría valor para agarrarme a algún saliente de la caja de un camión y si sería capaz de controlar con la otra mano la trayectoria de la bicicleta que saltaría entre las piedras sueltas que abundaban en los bordes de aquella carretera sin asfaltar y tan estrecha que a duras penas cabía el camión. Me atreví a hacerlo después de fijarme como lo hacían otros chavales, algunos de los cuales consideraba que eran peores ciclistas que yo. Dejé pasar bastantes camiones por mi lado hasta un día que, con la insensatez subida de tono, respiré hondo y me enganché a un saliente de la caja, con el sillín bien apretado entre los carrillos del culo, los pies firmemente puestos en los pedales a media altura y sin mirar a las ruedas del camión que proyectaban las piedras sueltas hacía la cuneta, intentando gobernar el manillar con firmeza pero con flexibilidad y preocupado solamente de por donde iba la rueda delantera de la bici para controlar los rebotes en el suelo. De vez en cuando miraba fugazmente hacía adelante para no pasar por encima de algún caminante o caer en un agujero, mientras me preparaba para soltar el asidero en el momento oportuno. Las congojas en todo lo alto y la adrenalina a tope. Al llegar a la altura de la zapatería de Rouco me soltaba del asidero, adornándome con unas pedaladas sin esfuerzo aprovechando el último impulso del camión y teniendo cuidado de no enfilar el camino que bajaba hacía la bocamina del Travesal. A la sensación de alivio al separarme del camión se superponía el regusto desasosegante de los triunfos tramposos. Había cambiado el esfuerzo por el riesgo, venciendo a la cuesta de la estación fraudulentamente. Así empezamos claudicando de los principios y terminamos subiendo al Everest con bombona de oxígeno y subidos en la chepa de un serpa. Aunque respirase aliviado en su parte alta, sabía que la cuesta de la estación me había vencido nuevamente. No se si fue por miedo o por ese poso de disgusto que dejan las actitudes tramposas, coincidiendo que me hice amigo de Juanjo “el Polisia” deje de subir la cuesta de la estación, dopado con camionina, y me dediqué durante un tiempo a tirarme en marcha del tren en la recta de Rabanal (ver Villablino territorio comanche), otra muestra más de la falta de respeto que teníamos a los ingenios rodantes de la época. Hasta a los más inconscientes hay un momento que se les enciende el piloto rojo que les impide ir más allá y pronto dejamos de abordar a los vehículos con los que convivíamos. Pero como la cabra tira al monte, años más tarde me vi alguna vez yendo desde Moncloa a Paraninfo sujeto con una mano al asidero de la plataforma del autobús, lleno a rebosar, mientras con la otra mano sujetaba los libros y sintiendo como los coches casi nos rozaban la espalda. Ahora los coches van como centellas y no tienen ni un resalte del que agarrarse, por lo que los descerebrados de hoy se dedican al puenting y otros deportes extremos. Hoy los coches nos han desplazado totalmente de los caminos, que se denominan carreteras y autovías, y yo mismo soy un conductor pausado que hasta se asusta de los coches cuando camino por la acera. Quién me ha visto y quién me ve.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)

Autor de la fotografía: A. de la Villa

http://lembranzas. wordpress. com/2013/12/29/la-cuesta-de-la -estacion/