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MANZANEDA DE OMAÑA: El paisaje que hacía entrar en trance a los visitantes,...

El paisaje que hacía entrar en trance a los visitantes, no sólo surtía de material variopinto para construir las cosas más inverosímiles. También tenía su vertiente alimenticia como se verá. En otoño, antes de que cayese la hoja, se podaban los robles de la parte de solano formando haces que se dejaban secar y se almacenaban en el pajar encima de la paja y la hierba, para dar de comer sus hojas a las cabras y ovejas en invierno. De vez en cuando mi abuela me mandaba a podar el negrillo que había a la salida del puente del río Baltaín y yo le traía unas cuantas ramas que ella pelaba deslizando la mano, de adentro a afuera por cada una de las guías, dejando caer las hojas en el caldero donde cocinaría la comida de los gochos. De los chopos se cortaban con la podona las ramas bajeras para alimentar a los bichos más voraces de la casa, los conejos. Se metía en la conejera una rama verde de chopo con sus hojas y se sacaba un esqueleto blanco de madera, que habrían terminado comiéndose también si no se les hubiera entrado otra rama nueva. Del tilo junto al arroyo de Castriello se recogía la tila y del saúco la flor del mismo nombre que juntó con la la menta, el tomillo y el romero, la manzanilla, las raíces de genciana y otras que no recuerdo que se usaban con fines medicinales. Y así una relación interminable, sin mencionar los frutales que eran los árboles “domésticos” preferidos de la chavalería que nos pasábamos la parte final del verano atisbando la menor señal de madurez de cerezas, manzanas, ciruelas y peras para comérnoslas antes que los pájaros. Empezábamos a visitar los avellanos en Septiembre y aunque las nueces no maduraban hasta finales de Octubre, intentábamos comerlas cuando aún estaban en leche manchándonos las manos con la cáscara externa de un verde que no se iba en varios días.

Quizá el mejor ejemplo de como los árboles tenían carácter utilitario era la construcción de un seto vivo para deslindar una finca de otra. El perímetro de los prados solía estar delimitado por una pared de piedra, pero las divisiones interiores o “cierros” usualmente se realizaban con elementos vegetales que se esperaba arraigasen y así constituirse en una divisoria permanente. Yo ayudé a mi abuelo en alguna ocasión y recuerdo muy bien como se hacía. Convenía hacerlo cuando el terreno estaba húmedo para facilitar el arraigo de los estacones, por lo que solía hacerse en primavera. Lo primero era acopiar materiales para lo que íbamos a la orilla del río y cortábamos de los paleros ramas de unos diez centímetros de diámetro y casi dos metros de largo, que ya metidos en faena aguzaríamos por uno de los extremos con el hacha intentando que el corte fuera limpio pues al clavarlos en el terreno, la monda sería la que emitiría las raicillas que convertirían el estacón en un nuevo palero. Cortábamos troncos de salguero de similar grosor y todo lo largo posible que se atarían a media altura de los estacones de palero clavados en el terreno. Del pedregal del río cortábamos de los salgueros las “vilortas“, ramas gruesas como un dedo con todas sus hojas, que debidamente retorcidas servían para entretejer la unión de los estacones verticales con los troncos horizontales de aliso. La fila de estacones sueltos hubiera sido derribada por las vacas sin trabajo, pero la armazón con los troncos de aliso y la atadura de las vilortas daba al conjunto una rigidez notable y no dejaba un solo hueco a los animales. Si arraigaba uno de cada seis o siete estacones, al poco se tenían varios árboles en el cierro que daban solidez al lindero. Para la portillera por dónde debía pasar el carro cargado de hierba, se usaban dos buenos postes de roble en el que se hacían unas entalladuras para alojar las talanqueras de aliso que se retiraban para que pasase el carro y que normalmente las vacas eran incapaces de quitar. Sin gastar un duro, sólo con trabajo y echando mano de lo que los árboles ofrecían, se resolvía que las reses no accedieran a fincas ajenas. Economía y sostenibilidad a tope.

A finales de otoño el verde empezaba a amarillear y con los primeros vientos robles, chopos, salgueros, alisios, fresnos y demás congéneres se quedaban desnudos dejando a la vista los nidos de los pájaros, el panorama perdía la prestancia que había lucido el resto del año. Desde la carretera se podía ver el río Omaña, oculto antes por el ramaje, y hasta el último prado de las Huertas al otro lado del río. El paisaje se había vuelto transparente y casi desolado. Menos mal que ya no era época de visitantes que se hubieran quedado desolados ante la vista de troncos y ramas desnudas y que los lugareños, menos sensibles a la belleza de su terruño, salían poco de sus casas manteniéndose al abrigo de las cocinas. Alguno habría que llenaba estas horas de ocio tallando un trozo de fresno del que sacaría unas galochas (madreñas) para transitar sobre la nieve y el estiércol de las cuadras. Cualquier momento era bueno para sacarle utilidad al paisaje.