Los chavales siempre buscábamos la parte lúdica de todo, por lo que tenia su importancia saber para que servia cada árbol. Del saúco podías hacer unas jeringas o tiratacos que, con un émbolo y tapones de estopa ensalivada, servían para hacer ruido de taponazos al empujar el émbolo con la barriga. Del palero podías hacer un berrón que vibraba y hacia un ruido sordo que se oía a bastante distancia o silbatos. Soplando con cuidado por una paja de centeno abierta como si fuera las varillas invertidas de un paraguas, se podía mantener flotando en el aire unas bolitas que eran eflorescencias de la hoja del roble. Con las bellotas del roble hacíamos pirindolas. Había curiosidades como las bolas de resina que producía el guindal y los cerezos o los denominados frailes del roble, de color verde y rojo cuando eran tiernos y marrones cuando se secaban. Estábamos tan confortables encaramados en un árbol, como un chico de ciudad subido en una acera. Eso si, había que saber si el árbol era de fiar o había que estar con cuatro ojos, pues había árboles seguros y árboles “traicioneros“.
Yo había aprendido a trepar en el nogal que había en la plazoleta de delante de la casa de mis abuelos. Era un árbol grande plantado unos cuantos años atrás por un hijo de tía Concha, de gruesas ramas y que daba sensación de robustez. Sus hojas eran grandes y de un verde intenso, que proporcionaban una sombra muy fresca debajo de la que se colocaba el carro en verano para que el sol no resecara la madera. Recuerdo una vez que el primo Julio se cortó en el brazo con una hoz, como se colgaba de las ramas del nogal para detener la hemorragia manteniendo los brazos en alto. Debajo del nogal le “arreglaba” yo el pelo a mi abuelo con una maquinilla con peines cortantes que se movían abriendo y cerrando con la mano la empuñadura, con lo que los trasquilones estaban asegurados. Yo pesaba muy pocos kilos, pero estando subido en el nogal más de una vez estuve a punto de irme al suelo al romperse con un chasquido la rama en la que me apoyaba. Y es que la rama del nogal no es toda fibra, tiene una médula interior que la hace muy frágil. Por eso el nogal entraba en el grupo de árboles traicioneros, juntamente con el saúco y el aliso. Había que estar siempre atentos. El chopo también era otro árbol a trepar con mucho cuidado. El resto eran casi todos de fiar.
Así como para los chavales los árboles eran una fuente de diversión y donde ejercitar la musculatura de piernas y brazos, en cambio para los lugareños el paisaje era simplemente materia prima. Casi todos los árboles tenían su utilidad. Del avellano, además de las avellanas en Septiembre, se obtenían unas varas rectas muy buenas para hacer ijadas para avivar el paso de las vacas y arrear al ganado. De las ramas del fresno se podía sacar mangos para la azada o para el hacha, domar unas buenas cachabas con porro, dientes para los rastrillos, madera para las madreñas, yugos resistentes o la lanza del carro. Del palero se sacaban los mimbres para hacer cestos en otoño o los valeos con los que en la maja se barrían las espigas vacías de los montones de centeno y sus troncos verdes se usaban para hacer setos vivos en los prados. De los salgueros se sacaban las vilortas para asegurar o atar cualquier cosa. Los troncos rectos del aliso, que tal parecía que sangrase cuando se le hincaba el hacha, servían para las talanqueras que cerraban la portillera de los prados. De los chopos se obtenía las vigas y la tablazón de los pisos de las casas cuando no se disponía de robles con envergadura suficiente.
Pero el roble ocupaba un lugar especial. Su madera era considerada la más resistente y duradera y se utilizaba para los tadonjos del carro, los postes de las portilleras y por su pesadez era lo mejor para hacer piértigos cuando se majaba manualmente. Algunas casas con muchísimos años encima, tenían las vigas, todo el armazón de la techumbre y las puertas carreteras de roble. He visto vigas de roble sobre vanos de más de cinco metros que aún resistían a pesar de estar acribilladas de diminutos agujeros de carcoma. Tan resistente es la madera de roble, que se usaba para las vigas de los puentes que tenían que soportar el peso de las vacas con el carro cargado de piedras. Las plantas de cuatro o cinco metros de altura y de un grosor como un brazo se utilizaba como leña para calentar todas las cocinas (ver La leña). Su utilidad era innegable, una virtud que sobrepasaba cualquier concepto estético o contemplativo.
Tampoco los arbustos escapaban a este afán de dotarse de cosas útiles. Con las raíces de la urz se construían las bolas más resistentes y pesadas para jugar a los bolos leoneses, de piornos y escobas se hacían escobones para barrer todo tipo de superficies. Del ramaje del codeso, bien entrelazado con vilortas retorcidas del salguero, se construían los codojos con los que se barría a dos manos y totalmente encorvados las eras antes de la maja. Y así sucesivamente.
Yo había aprendido a trepar en el nogal que había en la plazoleta de delante de la casa de mis abuelos. Era un árbol grande plantado unos cuantos años atrás por un hijo de tía Concha, de gruesas ramas y que daba sensación de robustez. Sus hojas eran grandes y de un verde intenso, que proporcionaban una sombra muy fresca debajo de la que se colocaba el carro en verano para que el sol no resecara la madera. Recuerdo una vez que el primo Julio se cortó en el brazo con una hoz, como se colgaba de las ramas del nogal para detener la hemorragia manteniendo los brazos en alto. Debajo del nogal le “arreglaba” yo el pelo a mi abuelo con una maquinilla con peines cortantes que se movían abriendo y cerrando con la mano la empuñadura, con lo que los trasquilones estaban asegurados. Yo pesaba muy pocos kilos, pero estando subido en el nogal más de una vez estuve a punto de irme al suelo al romperse con un chasquido la rama en la que me apoyaba. Y es que la rama del nogal no es toda fibra, tiene una médula interior que la hace muy frágil. Por eso el nogal entraba en el grupo de árboles traicioneros, juntamente con el saúco y el aliso. Había que estar siempre atentos. El chopo también era otro árbol a trepar con mucho cuidado. El resto eran casi todos de fiar.
Así como para los chavales los árboles eran una fuente de diversión y donde ejercitar la musculatura de piernas y brazos, en cambio para los lugareños el paisaje era simplemente materia prima. Casi todos los árboles tenían su utilidad. Del avellano, además de las avellanas en Septiembre, se obtenían unas varas rectas muy buenas para hacer ijadas para avivar el paso de las vacas y arrear al ganado. De las ramas del fresno se podía sacar mangos para la azada o para el hacha, domar unas buenas cachabas con porro, dientes para los rastrillos, madera para las madreñas, yugos resistentes o la lanza del carro. Del palero se sacaban los mimbres para hacer cestos en otoño o los valeos con los que en la maja se barrían las espigas vacías de los montones de centeno y sus troncos verdes se usaban para hacer setos vivos en los prados. De los salgueros se sacaban las vilortas para asegurar o atar cualquier cosa. Los troncos rectos del aliso, que tal parecía que sangrase cuando se le hincaba el hacha, servían para las talanqueras que cerraban la portillera de los prados. De los chopos se obtenía las vigas y la tablazón de los pisos de las casas cuando no se disponía de robles con envergadura suficiente.
Pero el roble ocupaba un lugar especial. Su madera era considerada la más resistente y duradera y se utilizaba para los tadonjos del carro, los postes de las portilleras y por su pesadez era lo mejor para hacer piértigos cuando se majaba manualmente. Algunas casas con muchísimos años encima, tenían las vigas, todo el armazón de la techumbre y las puertas carreteras de roble. He visto vigas de roble sobre vanos de más de cinco metros que aún resistían a pesar de estar acribilladas de diminutos agujeros de carcoma. Tan resistente es la madera de roble, que se usaba para las vigas de los puentes que tenían que soportar el peso de las vacas con el carro cargado de piedras. Las plantas de cuatro o cinco metros de altura y de un grosor como un brazo se utilizaba como leña para calentar todas las cocinas (ver La leña). Su utilidad era innegable, una virtud que sobrepasaba cualquier concepto estético o contemplativo.
Tampoco los arbustos escapaban a este afán de dotarse de cosas útiles. Con las raíces de la urz se construían las bolas más resistentes y pesadas para jugar a los bolos leoneses, de piornos y escobas se hacían escobones para barrer todo tipo de superficies. Del ramaje del codeso, bien entrelazado con vilortas retorcidas del salguero, se construían los codojos con los que se barría a dos manos y totalmente encorvados las eras antes de la maja. Y así sucesivamente.