Estas carantoñas y maniobras de distracción solo servían si no tenías alguna cuenta pendiente con el perro, ya que los canes de por allí eran muy aguerridos y militantes activos contra el progreso. Raro era el perro que estando tranquilamente tumbado en la orilla del camino no se lanzara a una carrera alocada cuando pasaba un coche o el autobús de línea, ladrando al vehiculo e intentando morderle las ruedas hasta que eran superados o se habían alejado demasiado de su territorio. Por eso mismo era raro el perro que no terminaba su vida bajo las ruedas de un coche o tullido como consecuencia de uno de estos lances. A los perros atropellados se les distinguía porque trotaban torcidos, con el lomo formando un ángulo con la dirección de la marcha. Como con el dilema de si fue primero el huevo o la gallina, nunca supe si esta actitud de los perros de Omaña con todo vehículo rodante que no fuera impulsado por las vacas, era innata o traslucía un ánimo de venganza por los congéneres caídos bajo las ruedas de aquellos monstruos ruidosos y veloces que había traído el progreso.
A la bicicleta también la consideraban un ente extraño y hacían lo mismo que con los coches, corriendo en paralelo unos cuantos metros ladrando y enseñando los dientes intentando morder lo primero que encontraban al lado de los pedales, que en aquellas circunstancias amargas movíamos a toda mecha. Cuando perdías los nervios viendo que el perro te iba a dar un bocado en la pantorrilla, intentabas lanzarle una patada en el hocico procurando controlar la bicicleta que por efecto del patadón se desviaba de la trayectoria, mientras hacías esfuerzos para que el corazón no se te saliese por la boca. La única forma de eludir este tipo de encuentros era bajarte de la bicicleta unos cuantos metros antes de la posición del perro y pasar andando humildemente por delante, aceptando vergonzantemente que él era el dueño y señor de aquel trozo de camino. Si con el perro de la casa habías tenido algún percance ciclista, cuando ibas a pie te miraba todo el rato fijamente y con odio reconcentrado mientras te obsequiaba con un gruñido continuo, sordo y muy poco amistoso.
Aquellos perros estaban enseñados a guardar la casa con celo y solo se debían a sus dueños. Consideraban también como de su propiedad la parte del camino que ocupaba la fachada y raro era que no se enzarzaran en peleas con otros perros que pasaban por delante, aunque fueran del mismo pueblo. Era conveniente llevar un palo en la mano para defenderse de los canes excesivamente celosos de su trozo de camino. Desde luego serían los mejores amigos de su amo, pero a los niños-compradores-de-huevos nos odiaban con todas las potencias de su alma perruna.
Comprar huevos en el otro tipo de casas solía ser un trago más amargo todavía. Al perro no le veíamos pues solía estar en el corral y empezaba a ladrarnos desde detrás de las puertas carreteras tan pronto como oía u olía que nos aproximábamos. Cuando llamábamos a las portonas para llamar la atención de la dueña, el perro empezaba a cabrearse cambiando los ladridos por un gruñido sordo y continuo, acercándose a las puertas para olisquearnos. Cuando oíamos a la mujer desde la casa situada al fondo del corral que nos decía que pasáramos, levantábamos la aldaba y abríamos tres o cuatro centímetros la puerta, sujetándola firmemente para evitar que metiera el morro la fiera y así dar a entender a la señora que hiciera algo por apaciguar a la bestia, al tiempo que preguntábamos con una voz que no nos salía del cuello “Señora, ¿tiene huevos?”.
La señora que no se hacía cargo de la magnitud de nuestro terror, chistaba al perro para que se callase y nos indicaba “Pasar, pasar, monines, que el perro no hace nada”. El perro se alejaba un poco de la puerta pero seguía gruñendo sordamente mientras miraba al suelo con disgusto, dejándonos fuera de toda duda que estaba ansioso por pegarnos un mordisco. Iniciábamos entonces un caminar lento y cauteloso midiendo la distancia entre el perro y nosotros, calculando cuan rápido tendríamos que correr hacia la señora ante cualquier movimiento sospechoso del animal para que no nos alcanzase. La señora nos repetía “No tengáis miedo, que no muerde”, mientras nosotros avanzábamos con miedo sintiendo en las pantorrillas el aliento del perro que nos seguía gruñendo a pocos centímetros y sintiendo los latidos de nuestro corazón que parecían martillazos. Solo cuando poníamos el pie en el primer escalón de la escalera desde cuya parte alta nos hablaba la señora, recuperábamos el resuello y nos salían las palabras para contarle nuestras pretensiones comerciales. El perro al vernos hablar con la dueña y como si no hubiera pasado nada, se tumbaba en silencio satisfecho de la defensa que había realizado de la casa del amo.
A la bicicleta también la consideraban un ente extraño y hacían lo mismo que con los coches, corriendo en paralelo unos cuantos metros ladrando y enseñando los dientes intentando morder lo primero que encontraban al lado de los pedales, que en aquellas circunstancias amargas movíamos a toda mecha. Cuando perdías los nervios viendo que el perro te iba a dar un bocado en la pantorrilla, intentabas lanzarle una patada en el hocico procurando controlar la bicicleta que por efecto del patadón se desviaba de la trayectoria, mientras hacías esfuerzos para que el corazón no se te saliese por la boca. La única forma de eludir este tipo de encuentros era bajarte de la bicicleta unos cuantos metros antes de la posición del perro y pasar andando humildemente por delante, aceptando vergonzantemente que él era el dueño y señor de aquel trozo de camino. Si con el perro de la casa habías tenido algún percance ciclista, cuando ibas a pie te miraba todo el rato fijamente y con odio reconcentrado mientras te obsequiaba con un gruñido continuo, sordo y muy poco amistoso.
Aquellos perros estaban enseñados a guardar la casa con celo y solo se debían a sus dueños. Consideraban también como de su propiedad la parte del camino que ocupaba la fachada y raro era que no se enzarzaran en peleas con otros perros que pasaban por delante, aunque fueran del mismo pueblo. Era conveniente llevar un palo en la mano para defenderse de los canes excesivamente celosos de su trozo de camino. Desde luego serían los mejores amigos de su amo, pero a los niños-compradores-de-huevos nos odiaban con todas las potencias de su alma perruna.
Comprar huevos en el otro tipo de casas solía ser un trago más amargo todavía. Al perro no le veíamos pues solía estar en el corral y empezaba a ladrarnos desde detrás de las puertas carreteras tan pronto como oía u olía que nos aproximábamos. Cuando llamábamos a las portonas para llamar la atención de la dueña, el perro empezaba a cabrearse cambiando los ladridos por un gruñido sordo y continuo, acercándose a las puertas para olisquearnos. Cuando oíamos a la mujer desde la casa situada al fondo del corral que nos decía que pasáramos, levantábamos la aldaba y abríamos tres o cuatro centímetros la puerta, sujetándola firmemente para evitar que metiera el morro la fiera y así dar a entender a la señora que hiciera algo por apaciguar a la bestia, al tiempo que preguntábamos con una voz que no nos salía del cuello “Señora, ¿tiene huevos?”.
La señora que no se hacía cargo de la magnitud de nuestro terror, chistaba al perro para que se callase y nos indicaba “Pasar, pasar, monines, que el perro no hace nada”. El perro se alejaba un poco de la puerta pero seguía gruñendo sordamente mientras miraba al suelo con disgusto, dejándonos fuera de toda duda que estaba ansioso por pegarnos un mordisco. Iniciábamos entonces un caminar lento y cauteloso midiendo la distancia entre el perro y nosotros, calculando cuan rápido tendríamos que correr hacia la señora ante cualquier movimiento sospechoso del animal para que no nos alcanzase. La señora nos repetía “No tengáis miedo, que no muerde”, mientras nosotros avanzábamos con miedo sintiendo en las pantorrillas el aliento del perro que nos seguía gruñendo a pocos centímetros y sintiendo los latidos de nuestro corazón que parecían martillazos. Solo cuando poníamos el pie en el primer escalón de la escalera desde cuya parte alta nos hablaba la señora, recuperábamos el resuello y nos salían las palabras para contarle nuestras pretensiones comerciales. El perro al vernos hablar con la dueña y como si no hubiera pasado nada, se tumbaba en silencio satisfecho de la defensa que había realizado de la casa del amo.