FOLLOSO: Una delicia leerlo Peña, maestro en describir con esa...

Se acercan días de Carnaval, días de asueto y permisividad dirigidos por Don Carnal, anteriores a los de recato y control dirigidos con la más estricta conciencia de Doña Cuaresma.
Solían aparecer en los primeros días de febrero por Folloso " los zafarrones", una cuadrilla de mozos. Solían ser tres, uno vestido de torero con su capa y su espada, otro que con unos cuernos de toro montados sobre un artilugio con una rueda tapado con una colcha de vivos colores que embestía sobre la capa del torero, provocando los olés de las pocas mozas, alguna mujer y los pocos rapaces que el el pueblo había. Un tercero también disfrazado, iba recorriendo las casas recogiendo algún huevo, patatas, algún chorizo y alguna tajada de jamón que las administradoras de las casas daban para que aquellos zafarrones hicieran una merendola en su pueblo antes de que empezase la Cuaresma. Para mi era un acontecimiento, al igual que cuando nos visitaba la "pobre de los zuecos" o " tonto las maletas" y llegaban a casa a buscar el palo los pobres o ya llegaban con él y se aposentaban en el pajar y aquella noche compartían mesa con la familia y siempre explicaban alguna noticia de más allá de Omaña. Era una sociedad tan incomunicada en el largo invierno que cualquier visitante me parecía un acontecimiento.
Por aquellos días también, después de cenar, cuando el sueño todavía no había llegado, se solían oír los "gritidos" de los mozos de algún pueblo vecino que anunciaban que llegaban a Folloso y pedían baile.
En el centro del pueblo estaba la casa de Cándida, entre la de Concha y la de Teófilo. Daban a la calle las puertas carretales y con bastante separación estaba el postigo de entrada para las personas. A la derecha del postigo y debajo de la ventana de la cocina tenía la casa un pequeño cercado con tela metálica para proteger sus plantas del ganado menudo. En su interior, aquel huertín estaba presidido por una morera que en verano lucía aquellas hermosas moras gordas, peludas con un sabor exesivamente dulzón que casi, casi empalagaban, muy pegadas a la casa se inclinaban unas pocas azucenas blancas exhibiendo sus copas acampanadas, a su lado contrastaban los lirioos morados y dos rosales uno de rosas blancas y otro de rosas rojas perfumadas. Entrando por el postigo desembocabas en un portal empedrado que enseguida dejaba ver el corral rodeado de cuadras y en diagonal el portal de la era. A la derecha ascendía una escalera de piedra que te llevaba a un corredor largo de piso de madera con una baranda con tablas a media altura y vistas al corral. Yo sólo lo paseé con mi mirada de rapacín. Estuve pocas veces en aquella casa, a dar algún recado y aquella noche que los mozos de Inicio habían venido a pedir baile. Mi hermana como una de las mozas del pueblo fue al baile. El sueño no había llegado pero la noche era entrada, aunque la luna, sin ser llena alumbraba para no pisar los charcos y la "ballarueza" que enfrente de la casa de Bernardo había. No sé si fui con mi hermana porque me utilizó como ayuda para salir ella o porque me vio tantas ganas en la mirada de ir una noche al baile que me llevó con ella.
Subí aquella escalera empedrada, oscura y negra, pero a medida que subías se iluminaba con la poca luz que salía de la cocina. También se oían voces y risas, algunas las conocía, otras eran nuevas. La cocina era grande, habían arrinconado la mesa y los bancos y las sillas estaban pegados a las paredes. Allí estaba Cándida con su blusa negra y su saya gris con topos dejaba ver, casi adivinar, unas zapatillas de paño que no se estrenaban ese día. El pañuelo negro le colgaba en pico por la espalda y un moño cano coronaba su amplia cara.
Celia, viuda de Pepe de Ferreras, que yo ya no conocí, era el alma del baile. Agarrada a su pandereta, asida a la mano izquierda, hacía revolotear las sonajas y con los dedos de la mano derecha, incansables, golpeaban todos juntos con sus yemas en el centro del cuero para marcar los puntos de la jota o los dejaba que hicieran un recorrido sltarín y deslizante para marcar los pasos del corrido. Los deslizar y golpeaba y vuelta a empezar con el ¡cloc, cloc cloc! o el ¡prrr, prrr, prrr! y las sonajas sin parar y Celia con su voz cantaba la jota o el pasodoble o el chano.
A la izquierda de las ocinas bilbainas, en todas las casas había un lugar, en mi casa estaba encima de la leñera y a la izquiera de la cocina. Le llamábamos el "rincon". Era el sitio más caliente de la casa y por supuesto, en el que me llegó muchas veces el sueño. Aquella noche que fui al baile a casa de Cándida, después de quedar con la boca abierta de cómo tocaba Celia la pandereta, un poco ensordecido por su voz chirriante y ver dar vueltas a mozos con mozas, o a mozas con mozas, busqué el "ricón" y aunque estaba en casa ajena, enseguida me buscó el sueño y me abracé a él. Desperté en mi cama, ya de día, con el sol bien alto.
Besos.

Una delicia leerlo Peña, maestro en describir con esa autenticidad y riqueza de vocabulario. Cada uno que pones es mas rico en todos los sentidos. Yo agradecida de poder leer cada uno y de aprender.