FOLLOSO: Genial tu relato....

Echando una visual al mundo, le vienen a uno ganas de usar la cayada que utilizábamos en Folloso cuando yo era un rapacín.

La Lomba tenía tres pueblos, sembrados en la vertiente sur de una loma surcada de tesos y vallinas escarbadas en la peña por el agua de sus fuentes, mirando hacia el río Negro; otro después de una pendiente Collada y a la sombra protectora del Cueto; el más sureño enclavado en la ribera estrecha del Negro poco antes de confluir con su padre el Omaña y el último y más dscarriado por la ubicación o por "andar al raso", contemplaba la Lomba desde su privilegiado mirador del Carbaín. Todo ello comportaba, un continuo subir y bajar por caminos de cabras, andurriales, senderos y entre peñas, que casi siempre el cuerpo, inteligente él, aconsejaba a su poseedor de adueñarse de cualquier soporte procedente de restos arbóreos, bien fuera en forma de palo, estaca, garrote, hijada, cayao o la más artesana cayada para mejor llevar las diferentes andaduras en los inacabables quehaceres.

No sólo se utilizaban los apoyos maderiles para mejor arrastrar el cuerpo, también ayudaban a la conducción del ganado como elemento persuasor al mostrar el garrote medidor. Como arma exterminadora de algún ofidio venenoso, y sobre todo como quitamiedos de los perros atrevidos con las criaturas de poca estatura y corta edad y si tal fuera el caso como exhibición de elemento defensor en alguna feria de martes en El Castillo, cuando algunos rapaces, trataban de quitarte la boina y burrearte desde el atrevimiento que da el grupo frente a la individualidad, desde el poder de la pertenencia al pueblo dueño de la feria con relación al forastero, al diferente, procedente de la "Cabrera omañesa". Y sobre todo como defensa ante el mito, ante el animal enemigo por antonomasia, el Lobo. Podía aparecer detrás de cualquier escoba, en la revuelta de la rodera de cualquier camino o vigilándote desde lo alto de cualquier peña.
Por todo ello cualquier palo liso y de medida adecuada servía de acompañante. Del uso se iba pelando, secando y cogiendo brillo y suavidad en la empuñadura. Pronto pasaba a ser un elemento familiar y ocupaba un sitio al lado de la escalera o en un rincón del portal al lado de la puerta del cuartobajo. Las hijadas ya estaban más elaboradas, siempre eran de varas rectas de avellano, aprovechando el canalillo de caña central para colocar una punta descabezada con las tenazas
para ponerle un aguijón para picar la pareja, por delante con el carro, y por detrás con el arado.

El cayao tenía forma de erre minúscula. Primero se buscaba con la vista en cualquier árbol, se necesitaban las dos condiciones: largura mínima e inclinación adecuada de la empuñadura. Localizado, a golpe de macheta, fouz o navaja se sacaba de su medio natural y se convertía en acompañante.

La cayada ya necesitaba de proceso manufacturero: una buena materia prima y un soporte elaborado para darle forma.
También podían comprarse en Riello, más derechas, más lisas, más barnizadas, pero cayada como la que me hizo a mi mi padre no había ni en el mejor comercio de la Capital. Yo me quejaba de los perros y de los rapaces del Castillo y para consolarme me dijo: " no te preocupes que vamos a hacer una cayada que vas a ser el más respetado de toda la Montaña". Un día que había ido con las vacas vino on un esqueje de una rebolla. Era perfecto. Recto como una vela y en la parte más gruesa la naturaleza lo había dotado con una porra redondeada igual que la porra del nogal de delante de mi casa que me servía de asiento y de trampolín de lanzamiento en los saltos de "largura". Llevamos aquella vara gruesa, coronada con aquella berruga esférica casi perfecta, al pozo de lavar y allí estuvo remojando; luego le quitó la monda y quedó al descubierto su tez blanca como la de las mozas cuando se protegían del sol para lucir su blanca palidez en cualquier fiesta de la redonda. Luego sacó del cuartobajo un tablón de un metro y medio con cuatro tacos de madera clavados, tres en la parte superior y uno bastante alejado hacia la parte inferior. Yo allí sin pestañear, y me esforzaba, no veía por ninguna parte la forma de una cayada. Por un momento me asaltó la duda, pero fue un visto y no visto, ¿cómo iba yo a dudar de mi padre?. Empezó a colocar aquel esqueje grueso de rebolla blanco, siguiendo los tacos, unos por fuera y otros por dentro y... ¡milagro! Allí, delante de mis ojos, abiertos como platos, se dibujó la cayada encima de aquel tablón oscuro atravesado por cuatro tacos más claros. Estuvo en reposo un tiempo, para mi larguísimo. De tanto preguntar que cuando estaría, llegó el momento que se me olvidó y justo cuando eso ocurrió, sacó mi padre el tablón de los cuatro tacos y como quien levanta un palo del suelo, apareció mi cayada blanca con su cachiporra y su empuñadura curva, perfecta. Fuimos a la cocina vieja, hicimos lumbre en el lar y entre los tizones de roble puso a calentar un destornillador viejo y unas subinas de tejer gordas. Cuando estaban al rojo hizo unos dibujos en mi cayada blanca. Eran unos dibujos que más bien parecían señales, señales amarronadas y negras en fondo blanco. No ha habido ni habrá cayada como mi cayada blanca.
Un abrazo.

Genial tu relato.
Una cosa me emociona, como recuerdas a tu padre en todo lo que cuentas....