Ruinas de La Encarnación, LOS BALBASES

Desde la carretera de acceso a Villaverde-Mogina se ven perfectamente, al lado del Arlanzón, los restos de la fábrica de Harinas de La Encarnación; aunque ésta está situada en terrenos de Los Balbases.

Al amanecer del 3 de octubre de 1973, cuando el primer turno de operarios molineros se dirigía a su puesto de trabajo, una gran columna de humo se alzaba sobre la fábrica. ¡La fábrica se está quemando!, gritaron los que llegaban por caminos polvorientos desde Los Balbases, Villaverde, Villazopeque o Villaquirán. Apresuraron el paso por si pudieran colaborar en la extinción del fuego, pero era ya demasiado tarde, cuando llegaron la fábrica era una gigantesca e intratable antorcha.
La Fabrica de Harinas La Encarnación, de Los Balbases, hunde sus raíces en la noche de los tiempos. En el origen debió ser un humilde molino, uno de los dos citados en la enciclopedia de P. Madoz entre dicho pueblo y Villaverde Mogina, a orillas del Arlanzón. Andando el tiempo, ya a comienzos del siglo XX, es cuando al parecer debió trasformarse en un gran centro de molturación, construyéndose para ello un gran edificio de cuatro plantas. Por aquellos inicios, y según nos ha sido trasmitido por la familia propietaria actual, la fábrica pertenecía al marqués de Lamiaco, título nobiliario con raíces vascas que nació con el siglo. Más tarde, sobre los años 20, la fábrica pasó a manos de Mateo Elúa Ansótegui, que ocupaba ya un importante cargo en la fábrica. Desde entonces y hasta el final, la harinera, cuyo nombre comercial completo era “Fábrica de Harinas La Encarnación”, comenzó a conocerse popularmente como la “Fábrica de los Elúa”. Al morir Mateo, su viuda e hijos encabezaron la empresa. En un estadillo de las diversas fábricas de harinas que había en Burgos en torno a la mitad del siglo XX, en La Encarnación figuran como propietarios la “Viuda e Hijos de Mateo Elúa”. Más tarde, sería su hijo, Santiago Elúa, quien se puso al frente del emporio harinero, y a quien mejor recuerdan los más mayores del lugar. Todavía hoy la pertenencia sigue siendo de la misma familia.
Pero La Encarnación no era, o no fue, sólo una fábrica de harinas. Fue mucho más. Quizá bien podría decirse que fue un pueblo más de Burgos, o incluso un polígono industrial. A su rebufo nacieron otros edificios y otras actividades. En torno a la fábrica hubo vaquería, serrería, gallineros, destilería de aguardiente... Todo un complejo en el que llegaron a trabajar en torno a veinte obreros, algunos de los cuales, junto con sus familias, vivían en La Encarnación, en viviendas humildes adosados a los caserones de los amos; otros llegaban a trabajar desde los pueblos colindantes. Y así, dada su magnitud, se crearon servicios para atender ciertas necesidades del personal, como escuela e iglesia. Todavía hoy pueden verse los edificios, algunos en estado ruinoso, como la destilería, cuyo alambique y otros aparejos fueron hace tiempo robados
Han pasado 38 años desde el incendio. Nadie que trabajó en la fábrica permanece vivo, todos los obreros han muerto ya, también los que la dirigieron, y con ellos se fue el relato que podría ilustrar con detalle sobre sus características, las labores que se hacían en ella, las distintas máquinas de que se componía, así como los artefactos que producían la energía necesaria para moverlas. Enrique Elúa, nieto e hijo de Mateo y Santiago Elúa, respectivamente, siendo muy niño fue testigo del amanecer de las llamas.
Con gran amabilidad, haciendo un paréntesis en la actividad agrícola, pues trabaja con gran esmero y pasión las fincas de La Encarnación, me facilitó la entrada a lo que queda de la fábrica quemada y me hizo partícipe de todo lo que de ella sabía. En el recorrido por las instalaciones me habló de la escuela del lugar, y de doña Crescen (Crescenciana Bárcena), la maestra, que “Venía todos los días en el [tren] “Rapidillo y se iba en “El Correo”; me habló también de la pequeña iglesia del lugar, donde él mismo hizo la Primera Comunión, que “era atendida por el cura de Los Balbases”. Para la visita, cruzamos el gran portón de acceso, bajo el caserón residencia de los dueños, por donde todavía pueden verse los raíles de una vía. “Por esta vía entraban los vagones con el trigo”, para descargar en “La Piquera”. En el centro de un amplio patio me mostró “La Placa”, plataforma para la vía en la cual se hacían girar los vagones. Abundando sobre este particular, Enrique me contó que, en cierta ocasión, un vagón desbocado, a gran velocidad, hizo acto de presencia en el gran patio y se precipitó con violencia contra la entrada de la fábrica, causando importantes destrozos. Y es que, el kilómetro y pico de línea férrea que hay desde el Apeadero de Los Balbases hasta la fábrica tenía un significativo desnivel.
Desde allí, a través de otra puerta, se accede a lo que verdaderamente era la fábrica de harinas. Ahora poco cosa queda de ella, salvo el esqueleto de cuatro plantas y algunas poleas de hierro, con sus ejes, que en su día hicieron mover la distinta maquinaria. Viendo aquellos pobres y oxidados testimonios uno no puede imaginar un tiempo en el que allí se llegó a trabajar en tres turnos, de día y noche. La desaparecida maquinaria, a juzgar por la utilizada en otras fábricas de la época cercanas, y porque la empresa que las fabricaba tenía sucursal en Burgos, no debió ser otra que “Establecimientos Morros S. A.”, de Barcelona, que al parecer tenía la exclusiva en este tipo de maquinaria harinera. En un costado, arrimado a las mencionadas poleas y adosada a una de la paredes del edificio principal, puede verse una amplia dependencia; en ella, según Enrique, estuvo la “Central de Electricidad”. Con el piso hundido y aún con la huella del incendio en los renegridos travesaños, debajo discurre el agua sobrante del canal, cortando preciosos arcos de medio punto de piedra magníficamente trabajada; aquí, junto a los arcos y antes de que toda la factoría se moviera con electricidad, debieron estar los rodetes que proporcionaron en su día la energía hidráulica para mover la fábrica. En la planta baja, al fondo, estaba la sección de empacado de la harina, eso lo recuerda bien Enrique. En las otras plantas ahora sólo hay aire y nadie puede contar lo que antes hubo en ellas.
También Cecilia Santamaría y Juventino Hernando, la primera como hija de un empleado de la vaquería y habitante durante muchos años en La Encarnación, y el segundo, que aportó su caballo y pareja de bueyes para arrastrar los vagones de trigo durante algunos meses, ambos vecinos de Villaverde Mogina, tuvieron la gentileza de acompañarme y desgranar algunos detalles más sobre el complejo. Entre otras cosas dijeron que la fiesta de La Encarnación era el día del Carmen. “Aquel día se secaba el canal y ¡se cogía una de barbos...!”, rememora Cecilia. Por su parte, Juventino hace recuento de los pueblos que entregaban trigo a la fábrica: “Venían de Vallejera, Villamediana, Vizmalo, Valles [de Palenzuela], Los Balbases, Vallunquera, Valbonilla, Villazopeque, Villaverde...., y el trigo se descargaba en un almacén que había afuera, que todavía está; unas veces lo mandaban descargar en piquera y otras en el almacén. Veníamos con los carros a descargarlo”.
Otras voces del Arlanzón nos hubieran podido contar otras historias vividas en La Encarnación, pero la corriente del río se las llevó para siempre. Hoy, no obstante, en este lugar ribereño la actividad y la vida continúan, venturosamente y ojalá que por muchos años.