LA POBREZA
Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña; cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se descubría para preguntarle: "Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?" Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, levantar vallas, limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba camino del campo madrileño hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías del Jarama. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a Nuestra Señora de Atocha, el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba y sus labios musitaban palabras de amor. Y, luego, las horas del esforzado tajo; un trabajo sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades; ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre tierra.
Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña; cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se descubría para preguntarle: "Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?" Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, levantar vallas, limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba camino del campo madrileño hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías del Jarama. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a Nuestra Señora de Atocha, el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba y sus labios musitaban palabras de amor. Y, luego, las horas del esforzado tajo; un trabajo sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades; ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre tierra.