Cuento
El Juez Sabio
Una vez un Zar quiso comprobar si era justa la fama de sabio de que gozaba el juez de una ciudad de su reino.
Con tal objeto, se disfrazó de mercader y se encaminó a la referida ciudad. Por el camino se encontró con un pobre jorobado, el cual le pidió limosna. El fingido mercader le dio unas monedas; y cuando se disponía a continuar seu camino, el lisiado le cogió por la ropa diciendo:
-Por favor, llévame en la grupa de tu caballo hasta la plaza mayor de la ciudad.
El zar se compadeció del mendigo y le llevó; pero el mendigo no se apéo cuando llegaron allí.
Entonces el falso mercader le preguntó:
- ¿Por qué no bajas?
- ¿Por qué he de apearme si este caballo es mío? Tú tienes que bajar.
- ¿Cómo? -Preguntó intrigado el mercader.
-Si no bajas te llevaré al juez.
Cuando oyó tal respuesta, el zar creyó haber hallado una buena ocasión para apreciar en qué se fundaba la buena fama del juez.
Había mucha gente en el tribunal, pues estaban juzgando dos casos en litigio.
Esperaron a que les llegara el turno, y entretanto vieron los casos anteriores. En aquellos momentos el juez tomaba declaración a un sabio y a un mujik, ambos en controversia por causa de una criada muda que los dos decían ser la suya.
-Dejadla en mi casa y venid mañana a saber el resultado del juicio.
A continuación se presentaron un carnicero y un tratante de aceite. Sujetaban una bolsa de dinero que cada uno asía con fuerza por un lado. El carnicero decía que cuando iba a pagar al mercader de aceite éste se había apoderado de la bolsa; el mercader acusaba del mismo modo al otro.
-Dejadme la bolsa en casa y venid mañana a saber lo que decido.
Entonces se acercaron el jorobado y el soberano disfrazado de mercader.
-Y a vosotros, ¿qué os ocurre?
-Señor juez -contestó el falso mercader-: yo iba a la ciudad y este pobre quiso que le llevara en la grupa de mi caballo hasta la plaza mayor. Al pretender que se apeara, me dijo que el caballo era suyo.
- ¡Claro que lo es! -dijo el pordiosero.
-Bien; dejad aquí el caballo, y voved mañana a esta hora.
Al día siguiente el juez dictó las tres sentencias:
-Que devuelvan la criada muda la sabio y den cien azotes al mujik. Que devuelvan el dinero al mercader de aceite y den cien azotes al carnicero. En cuanto a vosotros, venid conmigo a la cuadra. En ella hay veinte caballos. El que lo reconozca, suyo es.
Primero entró el mercader, y en seguida señaló su caballo. Pero resulto que pordiosero también supo señalarlo sin vacilar.
Mas el juez dijo:
-El caballo es del mercader, y al pobre denle los azotes.
El rey se asombró y pidió al juez que le dijese cómo había adivinado que él era el dueño del caballo.
-Pues muy sencillo. Los dos conocisteis el caballo; pero el animal nada más te reconoció a ti, su verdadero amo.
El zar, admirado, volvió a preguntarle:
-Y para las otras sentencias, ¿en qué os habéis basado?
-Pues verás: a la criada solicitada por el sabio y el mujik le pedí que llenara un tintero; y lo hizo con toda maestría y seguridad como sólo puede hacerse cuando se está acostumbrado a ello. Era lógico que su dueño fuera el sabio y no el ignorante mujik. En cuanto al dinero, lo puse en agua toda la noche. A la mañana siguiente la vasija estaba llena de lunares de aceite, lo que indicaba que aquel dinero pertenecía al mercader de aceite.
Al oír estas sabias deducciones el zar se dio a conocer. Felicitó al juez y le ofreció la recompensa que quisiera por su talento y recto sentido de la justicia.
A lo que contestó el juez, haciendo una profunda reverencia:
-La mayor recompensa es oír el elogio de vuestros labios, Majestad.
El Juez Sabio
Una vez un Zar quiso comprobar si era justa la fama de sabio de que gozaba el juez de una ciudad de su reino.
Con tal objeto, se disfrazó de mercader y se encaminó a la referida ciudad. Por el camino se encontró con un pobre jorobado, el cual le pidió limosna. El fingido mercader le dio unas monedas; y cuando se disponía a continuar seu camino, el lisiado le cogió por la ropa diciendo:
-Por favor, llévame en la grupa de tu caballo hasta la plaza mayor de la ciudad.
El zar se compadeció del mendigo y le llevó; pero el mendigo no se apéo cuando llegaron allí.
Entonces el falso mercader le preguntó:
- ¿Por qué no bajas?
- ¿Por qué he de apearme si este caballo es mío? Tú tienes que bajar.
- ¿Cómo? -Preguntó intrigado el mercader.
-Si no bajas te llevaré al juez.
Cuando oyó tal respuesta, el zar creyó haber hallado una buena ocasión para apreciar en qué se fundaba la buena fama del juez.
Había mucha gente en el tribunal, pues estaban juzgando dos casos en litigio.
Esperaron a que les llegara el turno, y entretanto vieron los casos anteriores. En aquellos momentos el juez tomaba declaración a un sabio y a un mujik, ambos en controversia por causa de una criada muda que los dos decían ser la suya.
-Dejadla en mi casa y venid mañana a saber el resultado del juicio.
A continuación se presentaron un carnicero y un tratante de aceite. Sujetaban una bolsa de dinero que cada uno asía con fuerza por un lado. El carnicero decía que cuando iba a pagar al mercader de aceite éste se había apoderado de la bolsa; el mercader acusaba del mismo modo al otro.
-Dejadme la bolsa en casa y venid mañana a saber lo que decido.
Entonces se acercaron el jorobado y el soberano disfrazado de mercader.
-Y a vosotros, ¿qué os ocurre?
-Señor juez -contestó el falso mercader-: yo iba a la ciudad y este pobre quiso que le llevara en la grupa de mi caballo hasta la plaza mayor. Al pretender que se apeara, me dijo que el caballo era suyo.
- ¡Claro que lo es! -dijo el pordiosero.
-Bien; dejad aquí el caballo, y voved mañana a esta hora.
Al día siguiente el juez dictó las tres sentencias:
-Que devuelvan la criada muda la sabio y den cien azotes al mujik. Que devuelvan el dinero al mercader de aceite y den cien azotes al carnicero. En cuanto a vosotros, venid conmigo a la cuadra. En ella hay veinte caballos. El que lo reconozca, suyo es.
Primero entró el mercader, y en seguida señaló su caballo. Pero resulto que pordiosero también supo señalarlo sin vacilar.
Mas el juez dijo:
-El caballo es del mercader, y al pobre denle los azotes.
El rey se asombró y pidió al juez que le dijese cómo había adivinado que él era el dueño del caballo.
-Pues muy sencillo. Los dos conocisteis el caballo; pero el animal nada más te reconoció a ti, su verdadero amo.
El zar, admirado, volvió a preguntarle:
-Y para las otras sentencias, ¿en qué os habéis basado?
-Pues verás: a la criada solicitada por el sabio y el mujik le pedí que llenara un tintero; y lo hizo con toda maestría y seguridad como sólo puede hacerse cuando se está acostumbrado a ello. Era lógico que su dueño fuera el sabio y no el ignorante mujik. En cuanto al dinero, lo puse en agua toda la noche. A la mañana siguiente la vasija estaba llena de lunares de aceite, lo que indicaba que aquel dinero pertenecía al mercader de aceite.
Al oír estas sabias deducciones el zar se dio a conocer. Felicitó al juez y le ofreció la recompensa que quisiera por su talento y recto sentido de la justicia.
A lo que contestó el juez, haciendo una profunda reverencia:
-La mayor recompensa es oír el elogio de vuestros labios, Majestad.