En un trozo de yeso
no mayor que mi mano,
la muchacha almorávide,
con rubor de carmín que enciende sus mejillas,
apartada del tiempo,
toca siempre el mizmar,
una pequeña flauta
atada a un cordel rojo,
apenas sostenida
por las gráciles líneas
que dibujan su mano.
Tan leve es su presencia
que basta con mirarla para oír
la más sinuosa y dulce de las músicas.
Y en la asombrada viveza de los ojos
vimos un brillo azul que aún guarda su mirada.
Juan Peña
no mayor que mi mano,
la muchacha almorávide,
con rubor de carmín que enciende sus mejillas,
apartada del tiempo,
toca siempre el mizmar,
una pequeña flauta
atada a un cordel rojo,
apenas sostenida
por las gráciles líneas
que dibujan su mano.
Tan leve es su presencia
que basta con mirarla para oír
la más sinuosa y dulce de las músicas.
Y en la asombrada viveza de los ojos
vimos un brillo azul que aún guarda su mirada.
Juan Peña