UN OBISPO EN EL ATOLLADERO
Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de los juramentos.
Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de
esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle
de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno dé los más arraigados prejuicios
que ofuscan a la gente devota.
A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las b y a las f pertenecía
un anciano obispo de Mirepoix que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo;
cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers su carroza se atascó en los horribles caminos
que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían
hacer más.
-Monseñor -exclamó al fin el cochero a punto de estallar-, mientras permanezcáis ahí
mis caballos no podrán dar un paso.
- ¿Y por qué no? -contestó el obispo.
-Porque es absolutamente necesario que yo suelte un juramento y Vuestra Ilustrísima se
opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si Ella no me lo permite.
-Bueno, bueno -contesto el obispo, zalamero, santiguándose-, jurad, pues, hijo mío, pero
lo menos posible.
El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin
novedad.
Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de los juramentos.
Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de
esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle
de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno dé los más arraigados prejuicios
que ofuscan a la gente devota.
A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las b y a las f pertenecía
un anciano obispo de Mirepoix que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo;
cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers su carroza se atascó en los horribles caminos
que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían
hacer más.
-Monseñor -exclamó al fin el cochero a punto de estallar-, mientras permanezcáis ahí
mis caballos no podrán dar un paso.
- ¿Y por qué no? -contestó el obispo.
-Porque es absolutamente necesario que yo suelte un juramento y Vuestra Ilustrísima se
opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si Ella no me lo permite.
-Bueno, bueno -contesto el obispo, zalamero, santiguándose-, jurad, pues, hijo mío, pero
lo menos posible.
El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin
novedad.