Fabricaba licores para consumir en las parrandas y con la aprobación de su mujer escogía el trago para la fiesta del sábado siguiente, organizada sin motivo aparente. El día de la fiesta los campesinos invitados llegaban a caballo de fincas y veredas ornadas de abedules y eucaliptos. Inocencio Grajales los requisaba para asegurarse de que no portaban otro tipo de armas distinto a los machetes, que guardaba en una pieza asegurada con candado.
En La Felicia se comentaba, y por más que se comentaba
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El último domingo Inocencio Grajales se bañó, se afeitó, se puso la camisa dominguera, empacó varias arrobas de café en sacos de fique, se despidió y
— ¡Arree mulas jodidas!...
En la trilladora habló una vez más con el hombre que desde semanas atrás venía haciéndole una propuesta. Esta vez Inocencio lo escuchó en serio mientras veía tostar el café, la molienda, el empaque, la degustación de la bebida por los catadores que establecían el aroma y el sabor.
Al día siguiente, como siempre madrugó a las cinco de la mañana, escurrió su vejiga y ordeñó las vacas. Era la hora en que, desde que él tenía escasos cinco años, su padre lo hacía levantar para coger café:
— ¡A trabajar bellaco! —le decía arrancándole las cobijas.
Y como si fuera todo un chapolero el chiquillo tenía que trabajar a pleno sol, con un sombrero de jipi japa puesto, para llenar varios tarros con las cerezas del café, ya fuere de palos altos o de palos bajos como el caturro.
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